Jn 20, 19-23

En la tarde del mismo domingo de su resurrección, estando sus discípulos en una casa con las puertas atrancadas por miedo a los judíos, Jesús se les hizo presente. No habían creído el anuncio que María Magdalena les había hecho: ¡He visto al Señor! Pero a pesar de la barrera de sus dudas y temores, el Resucitado se presentó en medio de ellos, haciéndoles sentir la paz, la alegría y la unión que reconcilia y alienta, signos de su presencia viva. 

A continuación, les mostró las manos y el costado: haciéndoles referencia a su historia, a la obra realizada por la salvación del mundo. Siempre se manifiesta por lo que hace por nosotros. Y los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor (v. 20). Se cumple en ellos la promesa que les había hecho: Volveré a verlos y de nuevo se alegrarán con una alegría que ya nadie les podrá arrebatar (Jn 16,22), porque es la alegría perfecta (Jn 15,11). La Iglesia vive de esa alegría y nos la transmite al comunicarnos la certeza de que el Señor está con nosotros y no nos abandona nunca. La alegría perfecta del cristiano es la afirmación refleja de esta verdad. 

De nuevo Jesús les dijo: La paz esté con ustedes. Y añadió: Como el Padre me envió, yo también los envío a ustedes. La paz, la alegría y el amor que Él crea en ellos los saca de sí mismos, los pone en una relación con Él que fundamenta su más auténtica identidad de apóstoles, es decir, de enviados. Esa será su vida, la misión que Él les da. Y en eso mismo quedarán identificados con Él porque es su misma misión, la que Él recibió de su Padre, la que les encomienda. 

Jesús entonces realizó un gesto simbólico que evoca el gesto creador de Dios sobre Adán: sopló sobre ellos. Les dio el Espíritu Santo prometido, que les hará renacer como criaturas nuevas, capaces de transmitir a los demás el mensaje de que el pecado, es decir, la carga opresora del hombre, puede perder su fuerza mortífera, si se acepta estar con Cristo y se acepta su perdón, que reconcilia y transforma a quien lo recibe. 

Por medio de su Espíritu, que también ha venido a nosotros en nuestro bautismo, Cristo sigue viviente en su Iglesia y en cada uno de nosotros de manera personal y efectiva. No nos ha dejado solos, vuelve a nosotros, y por su Espíritu establece una comunión de amor con Él, con su Padre y entre nosotros. 

Es el Espíritu que consuela y defiende, que recuerda todo lo que Jesús nos enseñó y nos conducirá hacia la verdad completa. La comunidad de los apóstoles y de los primeros cristianos quedó transformada por su venida y nosotros también podemos permitirle que realice nuestra transformación. Él nos hace capaces de la constante renovación, cambia nuestra manera de pensar, nos da disponibilidad para lo que el Señor nos quiera pedir, nos mueve a encontrarnos y comprendernos por encima de las diferencias porque crea entre nosotros la unión perfecta. 

El Espíritu Santo procede de Dios, no es un concepto, ni una fórmula, sino el mismo ser divino que ha dado la existencia a todo cuanto existe y conduce la historia humana a su plenitud. Lo reconocemos en la fuerza interior que impulsa el dinamismo de los hombres y mujeres de buena voluntad que buscan transformar el mundo conforme al plan de Dios. 

El Señor cuenta con nuestra colaboración para que su palabra llegue a todas partes. Para ello nos da su Espíritu, que nos hace obrar como hijos, no como esclavos, por amor y no por temor ni por la simple obligación de la ley, y nos da inteligencia y fuerza, conocimiento de Dios y de sus caminos (Ef 1,17; Col 1, 9). 

Debemos dejar que surja de nuestro interior el deseo: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende ellos el fuego de tu amor. Su acción sobre nosotros, efusión del amor que es el ser de Dios, pondrá en nosotros un corazón nuevo (Ez 36,26; Is 59, 21), para que vivamos según las enseñanzas del Señor y, sobre todo, nos amemos unos a otros como Él nos amó.

P. Carlos Cardó, SJ