Juan 3, 16-18 

Como continuando la contemplación admirada de los misterios de nuestra fe, y con el afán de mantenernos en un clima de alegría de Pascua, la liturgia nos trae este domingo la celebración de la Santísima Trinidad. Es la plenitud de la revelación de Dios. Esta revelación de Dios tiene su comienzo al abrirse las primeras páginas de la Sagrada Escritura; allí ya se nos manifestaba Dios en todo su esplendor creador; y se iba mostrando progresivamente como libertador, como amigo. La revelación continuaba y llegó a su culminación con esta magnífica e insondable manifestación: Dios es Padre, es Hijo y es Espíritu Santo. Es el cariño de Dios que quiere decirles a sus hijos cómo es El, para que lo conozcamos y lo amemos más. La Biblia es el libro en que Dios nos cuenta cómo es. Y en la revelación de su Misterio Trinitario llega a descubrir lo más íntimo de su ser. Son todo un conjunto de textos del Nuevo Testamento los que contienen esta afirmación (cf. Mt 28, 19, entre otros). 

Y nosotros, somos buscadores inquietos de la verdad, y para lograr asir las verdades con nuestra mente nos valemos de conceptos y de palabras; y la Verdad más elevada se nos oculta misteriosamente detrás de las palabras con que el Señor nos la revela. La misma ciencia de la teología, en su intento por llegar a entender esta realidad (¡qué pretensión!), no llega tampoco muy lejos y queda fatigada por conceptos abstractos en la búsqueda. 

La Teología llega a fórmulas útiles, pero insuficientes y oscuras. Decimos que Dios es una esencia única e indivisible, y que es a la vez tres Personas. Pero no podemos entender cómo una misma esencia es participada por igual por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y se nos ocurre pensar en un ser humano que fuera a la vez tres personas, y eso nos parece una afirmación disparatada. Y decimos que el Padre engendra al Hijo, pero el Hijo no es posterior al Padre, sino tan eterno como El. Y hay un Padre que engendra, sin una madre. Y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y no es posterior a ellos. 

Qué pobres nos resultan nuestras palabras. Parecen instrumentos rígidos, esquemáticos y sin color, cuando con ellas queremos acceder al conocimiento del Ser Fundamental. Nuestras palabras son tan torpes. Pero por la fe intuimos que detrás de la frontera de esas palabras se abre el Abismo de lo más elevado y de lo más sublime. Las palabras persona, esencia, padre, hijo, espíritu, y todas las otras con que nos acercamos a la Sublime Revelación, son como señales que nos piden que sobrepasemos lo inteligible, para que nos acerquemos desnudos de conceptos al Abismo de Dios. Y entonces le damos al corazón el puesto de la inteligencia para que nos adentre en el conocimiento de Dios; hacemos que el corazón con su capacidad intuitiva dirija a la inteligencia en esta nueva forma de conocer. 

Sabemos, y tenemos certeza por la Revelación de que esas palabras tan torpes nos han acercado al centro de la realidad y detrás de ellas aparece el abismo inacabable, sin fronteras, de todo lo que es Realidad y Belleza, y Verdad. Y ahí nos embarcamos en el riesgo de la fe, que se deja llevar, que se aventura en sintonizar con lo totalmente nuevo y diferente. El corazón puede palpitar al unísono con esta realidad envolvente y gozosa, de la cual las palabras sólo son gemidos sin articular, como los sonidos sin articular de un infante. 

Realidad sublime y maravillosa. Trinidad de Dios deslumbradora y bella. Y qué bueno es encontrar que nuestro entendimiento humano no queda prisionero en su aventura del conocer por el horizonte pequeño de nuestras palabras y de nuestros razonamientos. Dios mismo nos abre la gran ventana de su intimidad. La Verdad en su plenitud nos pone al descubierto como indigentes, con palabras que resultan completamente torpes, para conducirnos al Misterio de lo Sublime, pero que nos sirven de punto de partida para dar un salto al conocimiento que excede todo entendimiento. Teníamos nuestras palabras, nuestras razones, nuestra lógica, y quedamos desnudos, sin palabras, sin razones, sin lógica, cuando la Realidad más plena se nos presenta y Dios nos dice cómo es El. Y la mejor manera de celebrar el misterio es quedarnos atónitos, asombrados y con el corazón abierto de par en par, para recibir la Luminosidad, y gozar con aquello que no alcanzamos ni a sospechar.

P. Adolfo Franco, SJ