Destrucción del Templo y fin del mundo

Esta página del evangelio forma parte del discurso apocalíptico de Jesús. Se le llama así por sus semejanzas con los relatos bíblicos del género literario apocalíptico (por ejemplo, del Primer libro de Samuel y varios pasajes de Isaías, Ezequiel, Zacarías y Joel) que, en épocas particularmente críticas de la historia de Israel, describían con símbolos e imágenes impactantes la victoria de Dios sobre el mal con el propósito de sostener la esperanza del pueblo. “Apocalipsis” no significa catástrofe, sino revelación. Las palabras de Jesús no revelan cosas extrañas y ocultas, sino el sentido de nuestra realidad presente y cómo debemos vivirla.

El contexto del evangelio de hoy es el siguiente. Jesús está en Jerusalén en las cercanías del templo, y escucha cómo la gente se admira de la belleza de su arquitectura, de sus piedras labradas y de la riqueza de las ofrendas que lo adornan. Hay que entrar en la mentalidad de los oyentes de Jesús para advertir el enorme significado que tenía para los judíos el templo de Jerusalén y el impacto que debieron causar en ellos las palabras de Jesús: “¡De esto que ustedes ven, no quedará piedra sobre piedra”. Construido por Salomón (alrededor del año 960 a.C.), reconstruido por Zorobabel (entre el 536 y 516 a.C.) y ampliado por Herodes el Grande (hacia el 19 a.C.), el templo era el santuario más importante y el orgullo de la nación judía. Su destrucción, por tanto, no podía significar otra cosa que el fin del mundo. Pero Jesús hace ver que la caída de Jerusalén y la destrucción del templo no iban a ser el fin del mundo, sino un acontecimiento significativo, figura de todo momento de crisis que para el creyente debe ser siempre un desafío.

A partir de esta observación, Jesús hace ver a sus discípulos que la historia humana no se dirige hacia el “acabose” sino hacia “el final”. Marchamos hacia la disolución del mundo viejo y al nacimiento de un mundo nuevo. Dios conduce la historia hacia él. En nuestra existencia se desarrolla el misterio de la vida y la muerte, y nos inquieta el transcurrir del tiempo que nos frustra posibilidades, nos disminuye facultades y nos   hace pensar que todo pasa y todo muere. La inseguridad que esto origina, lleva a buscar seguridad en conocer el futuro y resolver la incógnita de “cuándo” se va a acabar todo y cuáles serán las señales para reconocerlo. Pero Jesús no nos da explicaciones sobre eso. Él nos enseña que el mundo tiene su origen y su fin en el Padre, y nos invita a vivir el presente desde la perspectiva de la esperanza en Dios y del triunfo final de su amor, que es lo que debemos preparar y saber acoger.

Muchas cosas admiramos y en algunas de ellas ponemos nuestra confianza, porque nos gustan y nos producen gozo y placer, nos dan seguridad y poder, nos hacen sentir orgullosos y autosuficientes; son para nosotros como el templo de Jerusalén para los judíos, pero todo eso se puede venir abajo. “Que nadie los engañe”, nos dice Jesús, invitándonos a examinar dónde tenemos puesta nuestra confianza, nuestra felicidad, nuestro poder y nuestro orgullo.

Asimismo, ninguna catástrofe, ni guerra ni revuelta social o política serán el fin; son cosas que han de suceder antes, son componentes de nuestra existencia anterior al fin.

Vivimos un tiempo abrumado por violencias de todo tipo. Guerras y violencias había ya en tiempos de Jesús, y llevarían al gran desastre de la guerra judía de los 66-70 d.C, que concluiría con la destrucción de Jerusalén. Las guerras y los conflictos marcan como hitos sangrientos la historia de la humanidad. Dios no las quiere, son los hombres los que las causan. Continúan y multiplican el crimen de Caín: el desprecio del Padre hasta la muerte del hermano. Frente a las guerras y violencias, el cristiano ejerce el discernimiento: descubre una llamada al cambio de actitudes y busca caminos efectivos para la paz sobre la base de la justicia propia del evangelio.

El mundo se habrá de acabar: lo que ha tenido un comienzo tendrá un fin. Y podrá acabar mal, ciertamente, si no nos decidimos a ordenar y cuidar el mundo. No hay que tener miedo al futuro, pero tampoco hay que ser ingenuos o triunfalistas. Pero sea como fuere, la victoria no será del mal, sino del bien: al final triunfará el amor fiel de Dios por sus hijos y por toda la obra de sus manos. Mientras tanto, el mundo nuevo que su Reino nos trae actúa en la historia como la semilla pequeña, que fructifica en silencio. Y el plan de salvación de Dios, que no puede engañarnos, se realiza a través de la paradoja de la cruz: “es necesario atravesar primero por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios” (Hech. 14,22). Podemos pasar tribulaciones pero esperamos poder vivirlas asociados a Jesús que primero las vivió por nosotros. Él nos dice: Ni un pelo de su cabeza se perderá. Si perseveran se salvarán. Nuestra vida está en manos de Dios.

A los primeros cristianos que preguntaban ansiosos cuándo iba a ocurrir el fin del mundo, el evangelio les decía cómo debían esperarlo, y a nosotros que muchas veces vivimos la inseguridad respecto al futuro, el evangelio nos dice cómo esperarlo: cómo encaminar nuestra vida hacia la verdadera esperanza que no defrauda.