Resurrección, la vida digna continúa.

El tema que nos reúne este domingo tiene que ver con una preocupación que se encuentra al origen de toda religión: la muerte. Desde antaño las grandes culturas han tratado de encontrar respuestas a través de innumerables manifestaciones de fe. Entre las más conocidas tenemos los entierros de momias en Egipto e incluso en Perú. Una práctica que responde a la creencia de una vida después de esta vida.

La época de Jesús no es la excepción. Los saduceos -grupo religioso cuyo origen se remonta al sumo sacerdote Sadoc de los tiempos de Salomón- niegan la resurrección. Ponen a Jesús una pregunta que busca cumplir con la ley de que todo hombre debe tener descendencia (Dt 25, 5), pero a la vez quieren ponerle la trampa de imponer la ley sobre el Espíritu. Lo que buscan es asegurar hijos de los hombres, mientras que Jesús nos enseña que lo importante es “ser hijos de Dios” (v 36). Lo lógica de Jesús es la lógica del amor. Los humanos se casan, pero con la resurrección no habrá matrimonios porque lo que permanece es el amor. La familia en la tierra es el signo de la fraternidad en el Reino.

Jesús se enfrenta a un grupo fiel, creyente, con buenas intenciones, pero que ha cambiado los criterios básicos de la convivencia. Ni ideas, ni privilegios, ni ley sin carne; lo que Jesús ofrece es poner al centro al ser humano, en especial al que sufre por alguna pérdida. Hace evidente lo que está al centro del corazón de Dios. La prevalencia no es la de la muerte, sino la de la vida. No se puede hablar de resurrección cuando en esta tierra se está muriendo por hambre, por indiferencia, por la imposición de intereses privados. No se puede vivir muriendo.

Por eso, situaciones como la de los últimos días en Lima y otros lugares nos llena de indignación. El incendio en Cantagallo donde más de 500 familias Shipibo-Konibos han perdido todo es una muestra de cómo nos preocupamos de algo sólo cuando se transforma en catástrofe. Lo mismo podríamos decir de la tensión en el rio Marañon, la voz no escuchada de los nativos a causa del daño ambiental por el derrame petrolero. No esperemos que el conflicto y la muerte vuelvan a llenar los titulares de los noticieros. Por eso, mirando la vida eterna, defendamos la vida aquí, aquella que es para vivir dignamente, de modo solidario, al punto de ser “juzgados dignos de la vida futura” (v 35). Dignos ante Dios, porque hemos sido dignos como hermanos y hermanas, hemos defendido la dignidad de los que sufren, de los rechazados/as por esta sociedad.

En la conversación con los saduceos, Jesús vuelve a las Escrituras y nos enseña, una vez más, a leerlas con el mismo Espíritu con que fueron escritas. Si Moisés dio una ley para preservar la vida, es porque él mismo vivió el encuentro con el Dios de la Vida: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Ex 3, 6). Y esto lo dice a puertas de denunciar la opresión de los débiles (Exo 3, 7-10).

Esta semana también hemos recordado a todos los difuntos. Sabemos que el camino del ser humano va de la vida a la muerte, pero Jesús ha venido para cambiar esta perspectiva: de la muerte a la vida. Recordar, agradecer y celebrar la vida de cada persona que ya está en la casa del Padre es renovar nuestra fe en que la unión con él nunca se disuelve, porque es Su promesa, somos Su pueblo, y él es nuestro Dios (Exo 6, 7).