Jn 14, 15-2
Jesús vuelve a su Padre y nos deja como herencia su mandamiento del amor y su Espíritu Santo. Su mandamiento tiene como referente esencial el amor que él nos tiene: nos mueve a amarnos como él nos ha amado. Su amor a nosotros es también la fuente de nuestro amor a los demás. Uno ama como es amado. Y en su forma de tratar a los demás manifiesta el trato que han tenido con él. Por eso, la forma como tratamos a los demás debe manifestar de alguna manera el amor con que Dios nos ama. Ámense como yo los he amado.
El amor no es sólo un sentimiento. Se ama con hechos y en verdad. Por eso dice Jesús: Si me aman, guardarán mis mandamientos. Se pueden observar los mandamientos como deberes impuestos, sin libertad de hijos (como el hermano mayor del Hijo Pródigo), o se pueden observar como expresión del amor que uno tiene a Dios como a su Padre. El secreto de la verdadera observancia de los mandamientos de Dios es la gratitud de un corazón que se sabe amado.
El amor que nos enseña Jesús nos lleva, además, a reconocer en toda circunstancia lo que más nos conviene, “lo bueno, lo agradable a Dios y lo perfecto” (Rom 12,3). Por eso, el amor es cumplimiento de la ley y de la enseñanza de los profetas, y culmen de toda moral.
San Agustín llegó a decir: “Ama y haz lo que quieras”. Que no significa: ama y permítete todo, sino déjate guiar por el amor y no harás daño, no actuarás por egoísmo, no cometerás injusticias ni actuarás con engaño. Obrar en todo conforme al amor verdadero es el camino más perfecto, según San Pablo (1 Cor 12, 31). Lo cual significa que no nos engañamos nunca siguiendo el dictamen del amor a Dios y nuestros hermanos.
Se podría decir que todo el progreso en la vida cristiana consiste en ir aprendiendo a creer en el amor de Dios. Es cierto que podemos olvidarnos y abusar del amor, pues no hay nada más frágil y vulnerable, pero al mismo tiempo no hay nada hay más fuerte y exigente que el amor, sólo que su exigencia se asume no como algo que viene del exterior sino de dentro, no se vive como obligación impuesta, no genera resentimiento, y tiene el sentido de la gratuidad, la alegría, la libertad.
Si creemos que Dios nos ama con todo su ser, que no piensa sino en nuestro bien, que es incapaz de castigar y de vengarse, que lo único que quiere es ayudarnos a realizarnos como personas y ser felices, nuestra vida ciertamente resultará distinta. No hay nada que transforme más a una persona que el saberse realmente querida. Así, pues, queda en pie esta verdad que ilumina y alienta: si creyéramos en el amor que Dios nos tiene, nuestra vida cambiaría. Lo dijo Jesús a la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios…! (4, 10).
Jesús se va y promete enviarnos el Espíritu Santo. Lo llama Paráclito, es decir, consolador, y Defensor, porque está con el solo, nos acompaña siempre, y porque nos defiende como abogado. Desde el Antiguo Testamento se le sentía como viento, fuerza y fuego, que actúa libremente, arrebata, purifica y consagra, como lo hizo con los jueces y profetas de Israel. Es el Espíritu mismo de Dios, su fuerza vital y su energía creadora, que procede de Dios y es Dios.
No es un concepto, ni una fórmula, sino el mismo ser divino que ha dado la existencia a todo cuanto existe y conduce la historia humana a su plenitud. Nosotros lo reconocemos en la fuerza interior que dinamiza al mundo, que no deja de impulsar para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta y sostiene el despliegue histórico hacia la transformación del mundo. Renueva la paz de la tierra.
Por medio de su Espíritu, Cristo actúa en su Iglesia y habita en los corazones de sus fieles. Por eso nos dijo antes de partir que no nos dejará solos, sino que, por medio de ese mismo Espíritu, establecerá una nueva forma de hacerse presente entre nosotros y en nosotros.
Hoy sería un día para hacer un balance sobre el peso que tiene el Espíritu Santo en nuestra vida. Reconocemos que está en nuestros corazones, pero tendríamos que preguntarnos ¿por qué damos la impresión de andar sin espíritu, tan poco espirituales y tan apegados a lo material? ¿Por qué –si el Espíritu es fuego, ardor, mística– reducimos la vida cristiana a normas y obligaciones y no procuramos más bien manifestarla en actos, gestos y actitudes que brotan del amor generoso y agradecido?
El Espíritu de Cristo es espíritu de santa inquietud y de constante renovación. Él nos mantiene en la continua búsqueda del mejor servicio, de la mayor entrega e impide en nosotros el acomodo y la tibieza. Es el Espíritu que hace a los santos insatisfechos consigo mismos. Es el Espíritu que quiere renovar la faz de la tierra, transformarnos, purificar y alentar a la Iglesia. Por eso le pedimos: ¡Ven. Espíritu Santo, llena nuestros corazones y enciende en ellos el fuego de tu amor!
P. Carlos Cardó, SJ