Jn 9,1 – 41

El pasaje de la Samaritana del domingo pasado nos hizo reflexionar sobre el signo del agua. Hoy la curación del ciego nos presenta el símbolo de la luz. Todos están llamados a la luz de la fe. Cristo es nuestra luz. 

El centro de atención del relato no es el milagro de la curación sino el debate que suscita. Jesús hace barro con saliva, lo pone en los ojos del ciego, lo manda a lavarse en la piscina y le devuelve la vista. Se levanta un gran altercado. Unos discuten si es el mismo que antes pedía limosna o es otro que se le parece; los fariseos no creen que haya sido ciego; no creen que haya habido un milagro. Interrogan a sus padres, y éstos muertos de miedo a que los excomulguen de la sinagoga, reconocen que sí es su hijo y que nació ciego, pero que no saben cómo ha podido recobrar la vista, que le pregunten a él, que ya es mayorcito. Por último, se enfrentan al pobre hombre y, después de maltratarlo, lo expulsan de la sinagoga. Jesús le da alcance y lo lleva a la fe. 

Ante todo podemos apreciar la misericordia del Señor. Busca al ciego, lo cura y luego lo vuelve a buscar en su desgracia social, cuando se ha quedado solo, cuando ni sus padres lo han defendido y las autoridades lo han expulsado de la sinagoga. Jesús no abandona al que está solo e indefenso, se pone a su lado para levantarlo, por eso: “Sabiendo que lo habían expulsado (es decir, que había sufrido por su causa), le dice: ¿Crees en el Hijo del Hombre? Él respondió: ¿Y quién es Señor para que crea en él? Jesús le dice: Soy Yo el que habla contigo. Y el ciego cayendo de rodillas lo adoró y dijo: Creo, Señor”. 

En el curso del relato se ven las etapas que sigue el ciego en su itinerario hacia la fe. A cada pregunta que le hacen, responde con una confesión de Jesús: 

* A la primera pregunta: “¿cómo has conseguido ver?”, el ciego atribuye la curación a “ese hombre que se llama Jesús”, y que no sabe dónde está (vv. 10-12). 

* Los fariseos le replican: “Ese hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. El ciego, da un paso adelante en su fe y dice: “Es un profeta” (vv. 13-17). 

* Los judíos lo insultan y acusan a Jesús de ser un pecador. El ciego se defiende como puede, hasta con ironía: “les he dicho cómo me ha abierto los ojos y no me han creído; ¿no será que ustedes también quieren haceros discípulos suyos? Eso es lo raro, que Uds. no saben de donde viene, y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder” (vv. 24-34). Ante esa nueva confesión del ciego: que Jesús le ha devuelto la vista, que no puede ser un pecador sino un hombre que viene de Dios, lo expulsan de la sinagoga, hacen de él un proscrito, un excluido. 

De comienzo a fin, los evangelios presentan a Jesús como un “signo de contradicción”, una “bandera discutida”: unos lo aman y otros lo rechazan; se está con Él o se está contra Él. De su persona humana brota una irradiación irresistible que impulsa a muchos a irse tras Él. Otros en cambio, como los fariseos, no ven nada. 

El problema es de siempre. Todos sabemos que nuestra visión puede alterarse. Podemos ver de manera defectuosa o incompleta la realidad de las cosas. En la 1ª lectura (1 Samuel 16), se dice que estos defectos de visión son muchas veces porque “el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón”. 

Hay quienes tienen enturbiado el corazón por las pasiones, egoísmos y malas intenciones, pero afirman que ven. No buscan la luz, se aferran a sus errores. De ellos dice Jesús: “si fuesen ciegos, no serían culpables; pero como dicen que ven, su pecado permanece”. Por eso son numerosos los ciegos a los que Jesús no puede curar. 

Advertidos de ello, nosotros sabemos que cualquiera que sea nuestra ceguera o nuestra miopía, si tenemos la honestidad de reconocerla y nos acercamos al evangelio, una luz nos brillará. El Señor nos dirá: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8,12). 

Como todas las acciones que Jesús realiza en favor de los enfermos, la curación del ciego es un relato fuertemente simbólico. No se sabe exactamente por qué Jesús hace barro con su saliva, se lo pone en los ojos al ciego y lo manda lavarse en la piscina. Una interpretación sugerente de ese gesto afirma que se trata de una evocación del origen del ser humano, es un símbolo plástico de la ceguera existencial del ser humano desde su origen del barro de la tierra y que Cristo ha venido a iluminar. “¡Me da lástima el hombre de ojos de barro, porque solamente ve lo visible!”(Nikos Kazanzakis). 

Asimismo, la curación de la ceguera aparece vinculada a la piscina llamada “de Siloé”, que significa “del Enviado”, uno de los títulos de Jesús, enviado del Padre para salvarnos. Además, es una curación que se realiza por el baño regenerador, en referencia al “baño bautismal”. A este respecto cabe recordar que uno de los nombres con que los primeros cristianos llamaban al Bautismo era el de sacramento “iluminador”. Por eso, el relato repite hasta tres veces: “el ciego fue, se lavó y volvió con vista”. 

El relato culmina con esta confesión de fe que hace el enfermo curado al encontrarse de nuevo con Jesús: “Creo, Señor. Y cayendo de rodillas lo adoró”. 

El itinerario cuaresmal que estamos recorriendo nos invita a este encuentro iluminador con Jesús, a volvernos a Él. En esto consiste la verdadera “conversión”: “Despierta, tú que duermes y Cristo será tu luz” (Ef 4,14). Esta iluminación, en fin, debe verse. Los cristianos, dice la carta a los Efesios (primera lectura de hoy) son luz en el Señor y deben comportarse como tal, dejando ver sus obras buenas, su rectitud y su verdad (Ef 5, 8-9).

P. Carlos Cardó SJ