Mt 26, 14 – 27. 66
En la entrada de Jesús en Jerusalén aparecen juntos su triunfo y su pasión. Con los niños judíos que salieron a su encuentro portando ramos de olivo, lo aclamamos como nuestro rey: “Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor”. Impacta la humildad y mansedumbre con que vive su condición de rey: entra en la ciudad montado sobre un pollino. Su reino no es de este mundo. Su grandeza no se manifiesta en el dominio y el poder, sino en el servir y dar su vida.
A continuación, el relato de la Pasión según San Mateo hace ver cómo el largo camino recorrido por Dios en su búsqueda del ser humano alcanza su fin. En la cruz, Jesús nos da alcance, situándose para ello en el espacio que nos aleja de Dios: el espacio de nuestro pecado, nuestro dolor y nuestra muerte. Dios es misericordia, amor apasionado que se identifica con los que ama. La pasión hace ver lo que Dios se hizo para salvarnos: el juez es juzgado, el inocente condenado, el rey entronizado en un patíbulo de esclavos, el autor de la vida asesinado. Los brazos del Crucificado alcanzan el universo y anulan toda distancia y oposición entre el cielo y la tierra.
La Pasión según San Mateo muestra la forma como la Iglesia primitiva contempló los sufrimientos y la muerte de Jesús y descubrió su sentido con la ayuda de la Escritura. Cayó en la cuenta de la correspondencia exacta que hay entre el plan de Dios, profetizado en el Antiguo Testamento, y los desconcertantes acontecimientos de la “semana santa”.
Se subraya la contraposición entre el viejo Israel y la Iglesia de Cristo. A eso responde el interés del evangelista Mateo de señalar y denunciar a los responsables de la muerte de Jesús: Judas, los sacerdotes, los ancianos del pueblo. El proceso ha sido inicuo. Judas confiesa: Pequé entregando sangre inocente (27, 4) y arroja las monedas de plata. Los sacerdotes reconocen que son precio de sangre. El plan de Dios predicho por los profetas se ha cumplido (Zac 11, 12-13; Mt 27, 9).
En el juicio ante Pilato se ve también la intención eclesial de Mateo de mostrar las relaciones entre Cristo y el antiguo Israel. Cuando la mujer del pagano Pilato intercede por “el justo”, la muchedumbre exige a gritos la muerte del Mesías. En adelante, la condición para entrar en el Reino será aceptar el ofrecimiento de salvación que Dios hace y agregarse a la Nueva Alianza, que sellará con la sangre de su Hijo.
Ante el Crucificado, que entrega su espíritu (27,50), el cristiano se siente movido a confesar lo mismo que el centurión romano: Realmente éste era el Hijo de Dios (27,54). Hacia el Hijo de Dios, muerto por nuestros pecados y resucitado por nuestra salvación (Rom 4,25), se orienta toda la vida y actuación de la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, que testimonia su fe a quienes quieran escuchar. La cruz de Jesús pone fin a la era antigua y hace nacer la era de la Iglesia.
El relato de Mateo acaba describiendo las repercusiones cósmicas de la muerte de Jesús: el velo del templo se rasga en dos, señal del final de los tiempos antiguos; la tierra se estremece y resucitan muertos, señales de que la muerte de Cristo transforma el mundo y lo abre a la irrupción del Reino y de la gloria de Dios.
La Pasión de San Mateo es apta para ser cantada, como hace J. S. Bach, y representada en teatro, como muestran las famosas “Pasiones” de la Semana Santa, pero sobre todo está escrita para ser rezada, meditada, agradecida y alabada, porque en la Pascua de Jesús, que con acentos tan sinceros se nos narra en ella, se funda nuestra salvación.
P. Carlos Cardó, SJ