Lc 19, 28-40; 22,14-23, 5

La liturgia del Domingo de Ramos, inicio de la Semana Santa, nos ofrece juntos el triunfo de Cristo y su pasión. Con los niños hebreos y el pueblo sencillo de Jerusalén, llevando ramos de olivo en las manos, aclamamos al Señor que entra en Jerusalén como rey mesías y salvador: Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor. Admiramos la manera humilde y pacífica como Jesús ejerce su realeza, entrando en la ciudad montado sobre un pollino. Su reino no es de este mundo. Su grandeza no se manifiesta en el dominio y el poder, sino en el servicio y la entrega de su vida.

Después escuchamos el solemne relato de la Pasión según san Lucas. En ella, el Hijo del hombre nos da alcance, anulando la distancia entre Dios y nosotros: nuestro pecado, nuestro dolor y nuestra muerte. Dios se encuentra con cada uno de nosotros en la carne crucificada de su Hijo.

Se abre la pasión con el episodio de las negaciones de Pedro, que ponen de manifiesto la tentación que se insinúa en el corazón de todo cristiano. Y su arrepentimiento —suscitado por una mirada de Jesús que se vuelve hacia él— revela el secreto de toda au-téntica conversión. A partir de ahí, Pedro sigue la pasión con los sentimientos del

pecador convertido. Y saliendo fuera, rompió a llorar amargamente.

En la pasión, Jesús Maestro cumple lo que ha enseñado. Todo bondad y misericordia, no maldice su destino, ni desea el mal a nadie; deja este mundo perdonando a sus verdugos y orando por ellos (23,34). En su cruz nos abraza a todos, sin excluir a nadie, nos da ejemplo de abandono en las manos de su Padre (23,46) y nos da la prueba suprema del amor verdadero que da la vida.

Asimismo, Lucas resalta la figura de Jesús como mártir en el sufrimiento: su muerte demuestra la verdad de su causa y la grandeza de los valores que la han caracterizado. Detrás de Él vendrá la multitud de testigos que darán su vida por su Nombre y por amor a los hermanos.

Jesús muere injustamente: él no cometió delito alguno ni se halló engaño en su boca (1 Pe 2,22). Pilato declara su total inocencia ante los sacerdotes (23,4), los magistrados (23, 14-16) y el pueblo (v.22). Uno de los malhechores crucificados con Él lo insulta; el otro confiesa su culpa, y expresa en una humilde súplica su actitud de fe. Nos sentimos invitados a hacer nuestro examen de conciencia: Nosotros… nos lo hemos merecido…, pero éste nada malo ha hecho (vv 23-41). Nos movemos también a decirle con sencillez de niño: “Acuérdate de mí, Jesús mío, y haz que yo también me acuerde de ti”.

La eficacia del sacrificio de Cristo la ve Lucas en la transformación del mundo por la conversión de los corazones. Aquellos acontecimientos tienen repercusiones en el interior de las personas, ponen de manifiesto el estado de nuestras conciencias y, sobre todo, revelan la relación personal que tenemos con el Señor. Y todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron a la ciudad golpeándose el pecho

P. Carlos Cardó, SJ