Lucas 10, 25-37

Este hermoso párrafo del Evangelio de San Lucas nos enseña, una vez más, qué es lo fundamental del ser cristiano. Este mandamiento del amor está muchas veces repetido de variadas formas en los evangelios y en general en todo el mensaje de Jesús: lo fundamental y lo que realmente importa es amar a Dios y amar a todos, sin distinciones. Y esto está vinculado a nuestra salvación, en la vida futura y a nuestra realización en esta vida.

La pregunta que le hace el fariseo es también una pregunta fundamental, es la gran pregunta “¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”. Y ya es sumamente importante plantear la pregunta. Porque de ahí derivará el análisis serio de nuestra vida. ¿Voy por buen camino hacia la salvación? ¿La salvación eterna está en mi preocupación diaria? ¿O es algo que dejo, que casi nunca está presente en mi reflexión? La pregunta del fariseo se refiere a la tarea fundamental de nuestra vida.

Y Jesús responde con lo que el fariseo conocía muy bien, aunque no estamos muy seguros de si lo practicaba, y es recordarle el principal mandamiento de la Ley unido al segundo en que se resume todo lo que Dios nos manda: El amor a Dios total y el amor al prójimo total. Y en esta circunstancia, el Señor para aclarar a este judío que le pregunta le responde con la hermosa parábola del buen samaritano.

Desde luego que los personajes que aparecen en la parábola nos cuestionan, nos ayudan a aclarar cómo reaccionamos con nuestro prójimo y sus necesidades. Unos personajes en los que no reflexionamos son los bandidos que dejan al pobre hombre despojado y medio muerto. Y sería bueno preguntarse si no hemos dejado a veces a algunos hermanos heridos y golpeados con nuestra conducta, con nuestra indiferencia, nuestro desprecio, nuestras críticas, nuestra prepotencia, nuestra discriminación. Hay personas que cargan heridas interiores que los han dejado golpeados, con golpes de los que les es muy difícil sanar. La parábola no se detiene tanto en estos personajes, pero no está de más examinar nuestra conducta con los demás.

Y vayamos al buen samaritano y examinemos lo que él hace por su prójimo, que realmente es notable; y que está culminada con el mandato de Jesús “Anda y haz tú lo mismo”.

El Señor subraya con minuciosidad todo lo que hace el samaritano cuando ve al herido; veamos: primero lo ve, después siente compasión de él, se acercó, le vendó las heridas, derramó sobre ellas aceite y vino, lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó al mesón, cuidó de él; cuando se tuvo que marchar dejó dinero para que lo cuidase el dueño del mesón, y se comprometió a pagar más si se gastaba más de lo que él había dejado pagado por adelantado. Es una descripción completa de lo que es la atención a este pobre hombre caído. Son muchas acciones las que pone el buen samaritano para llegar a la curacióncompleta del hombre caído y golpeado.

Y Jesús nos dice: “Anda y haz tú lo mismo”. Y es que algunas veces nuestra obra de bien y nuestra caridad puede quedar satisfecha con hacer nada más algo de todo lo que hizo el samaritano: nos puede parecer que con detenernos y decirle unas buenas palabras al caído ya hemos hecho bastante; o bueno, le vendamos las heridas también, y después le decimos: disculpa, tengo mucha prisa, quédate en reposo y después te podrás valer tú solo. Nos cuesta a veces llevar la curación del prójimo hasta el final, hasta donde realmente podemos llegar.

Es verdad que hacer algo ya es caridad, pero el Señor nos pone un modelo de lo que es el verdadero amor al prójimo. Se trata de hacer lo que está a nuestro alcance… hacer de verdad todo lo que realmente podemos. Y ahí está nuestra salvación: es la respuesta a la pregunta inicial “¿qué debo hacer para salvarme?

P. Adolfo Franco, SJ