(Lucas 1, 39-56)

Celebramos hoy la Asunción de María nuestra Madre: su participación en la victoria de su Hijo Resucitado. La certeza que el pueblo fiel tiene de la gloria de María, la expresó el dogma de su Asunción, proclamado por Pío XII. Confesamos que María ha sido ya glorificada. Y por eso, así como Cristo por su resurrección mantiene entre nosotros su presencia poderosa y eficaz, otro tanto podemos decir de la gloria de María y su «asunción a los cielos». “Asunta” en Dios, está más presente en el mundo y más cercana a nosotros que ninguna otra mujer. Por eso, no sólo pensamos en ella, sino que la invocamos. Ella intercede y nos acompaña.

Para describir la belleza de María, la liturgia de la misa de hoy le aplica las palabras del Apocalipsis: “Apareció una figura portentosa en el cielo: Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas”. Estas imágenes no deben hacernos temer a nuestra Madre del cielo. Su extraordinaria santidad y su gloria celeste no la alejan de nosotros.

María sigue siendo la humilde jovencita de Nazaret, la madre amorosa que envuelve a su pequeño Niño en pañales y lo recuesta en un pesebre, la mujer perseguida que tiene que emigrar al país extranjero de Egipto, la esposa fiel que vive su entrega a Dios en el silencio de Nazaret, junto a José y a Jesús, dispuesta siempre a ayudar a los demás, la mujer fuerte que acompaña el camino doloroso de su Hijo Jesús, aun no comprendiendo las cosas, aceptando con él la voluntad de Dios.

San Pablo (1 Cor 15, 20-27) afirma que la resurrección de Jesús es el fundamento de nuestra fe, señala que el triunfo de Jesús anuncia el retorno de todos los hombres a la vida. Con la proclamación de la Asunción de María, la Iglesia nos recuerda que también nosotros estamos llamados a ello. Todos los que en Cristo han muerto pertenecen a una sola familia, la Iglesia. Y todos los que viven en Dios están unidos con nosotros. En esta unión le corresponde a María un puesto particular.

El Evangelio nos habla de la visita de María a su pariente Isabel. Atenta a la señal ofrecida por el ángel en su anunciación, María sale de Nazaret de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que necesita una mujer encinta, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios.

En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó de gozo el niño que llevaba en su seno, se sintió llena del Espíritu Santo y exclamó: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Es el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia (como Yael y Judit, de las que hablan los libros de los Jueces, c.24, y de Judit, c.13) que vencieron al enemigo de su pueblo. María, con su obediencia a la Palabra, aniquila y vence al enemigo de la humanidad. Ella lleva en su vientre el fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente (Gen 3). En ella toda la creación se torna bendición y vida.

Isabel comprende que María lleva ya en su seno al Señor, y añade: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. ¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función excepcional que le tocó cumplir en el plan de salvación. “Porque, si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina”. María es la creyente, la que escucha la palabra de Dios y la cumple. Por eso, la llena de gracia, Madre del Señor, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.

Cuando Isabel termina sus alabanzas, María dirige la mirada a su propia pequeñez, fija luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entona su cántico de

alabanza. En la línea espiritual de los salmos, con el estilo poético de su pueblo, María responde a lo que Dios -el Santo, el todopoderoso, el misericordioso- ha hecho con ella eligiéndola como madre del Salvador.

Con su canto, María nos ayuda a descubrir el sentido de nuestra vida y agradecer los beneficios recibidos. En su canto laten los corazones que saben escuchar a su Dios y reconocen su acción. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En María la humanidad y la creación entera cantan la fidelidad del amor de Dios. Es un canto que sintetiza la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y sencillos, que sienten a Dios a su favor.

Esta fe de María nos lleva a confirmarnos en nuestra opción por los pobres y por los que sufren. Con Israel, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”.

«La gracia que inundó el alma de María cuando el Creador la llamó a la existencia sigue siendo hoy una realidad indestructible. La humildad de María, la belleza de su espíritu, su entrega total a Dios, en una palabra, todo aquello que llenaba su alma y que la llevaba a decir: “He aquí la esclava del Señor”, todo eso es un “presente” …, todo eso es ahora vida eterna, sumergida en el océano de la vida divina, cuya sinfonía resuena en un eterno “hoy”. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora, y en la hora de nuestra muerte, para que podamos entrar en la eternidad en la que estás y que hoy nosotros celebramos en la fiesta de tu Asunción» (Karl Rahner)

P. Carlos Cardó, SJ