Cristo en el desierto. Óleo sobre lienzo de Iván Kramskói.

Lc 4, 1-13

No cabe duda de que Jesús fue tentado en su realidad humana. No fue aparentemente tentado -como afirmaron algunos herejes-, sino de verdad y a lo largo de su vida, empezando por el tiempo que estuvo en el desierto. Como todo hombre, Jesús siente la llamada del mal, aunque no se deja en lo más mínimo atrapar por él, porque sigue las insinuaciones del Espíritu, que actúa de modo permanente en su condición humana. Ha querido someterse a la tentación para estar cerca de los que son tentados. Dice san Agustín: “Si Cristo no hubiese sido tentado, no te habría enseñado a vencer cuando tú fueras tentado” (Coment. al Salmo 60, CCL 39,766).

El Espíritu lo condujo al desierto. El desierto en la Biblia es un símbolo cargado de significación. En él guió Dios a su pueblo hacia la libertad, pero fue allí también “donde vuestros padres dudaron aunque habían visto mis obras (Sal 95). Es el lugar donde uno se enfrenta con el tentador. Es donde hay que preparar los caminos del Señor (Is 40, 3) y, por ello, es lugar de grandes decisiones. Es allí también donde se siente la presencia y el consuelo de Dios (Os 2, 14: “Me la llevaré al desierto y le hablaré al corazón”).

Se podría decir que es ineludible pasar por el desierto, donde se pone a prueba la autenticidad de la fe. “Nadie puede seguir a Jesús si no se decide a pasar por la tentación y la prueba que purifica el corazón humano de todo intento de posesión, de éxito, o de adhesión a otros espíritus. El Reino es, ante todo, una liberación interior: nos invita a dejar todo lo que constituye nuestra vida cotidiana, para reencontrarlo bajo una mirada transformada, la mirada del hijo. Seguir a Jesús significa en primer lugar venir para presentar a Jesús resucitado nuestras enfermedades, dolores, alienaciones y parálisis para que él las cure” (J. Rademakers).

En el desierto, el diablo puso a prueba a Jesús durante cuarenta días, dice Lucas. El diablo significa “el que divide”, el “adversario”. Crea división entre Dios y nosotros, rompe nuestra unidad interior y la unidad que debemos tener entre nosotros. Es el que nos acusa (Ap 12,10) y finalmente nos deja solos. Es él quien insinuó en el corazón de Adán la rivalidad con Dios y lo llevó a la desobediencia (Gen 3). Representa el poder del mundo (2 Cor 4,4) opuesto a Cristo. Promueve desorden y ruptura en la creación. Contra él dirige su lucha Jesús.

Los cuarenta días no hay que entenderlos en sentido cronológico. Hacen referencia a los cuarenta años que pasaron los israelitas en el desierto (Dt 8,2.4), y simbolizan todo un período de experiencia particularmente intensa y decisiva.

¿En qué consistió la tentación de Jesús? El diablo tienta a Jesús en la forma de realizar la salvación del mundo: no conforme a la voluntad de Dios, es decir, por el camino de un Mesías Siervo que redime entregando su vida por todos (10,45), sino por el camino de un Mesías poderoso que domina y somete. Fue una tentación que acompañó a Jesús a lo largo de su vida. Y podemos decir que es la tentación de toda persona que pretende ser hijo o hija de Dios pero viviendo a su manera, haciendo lo que le da la gana y no la voluntad de Dios.

1ª tentación: El diablo invita a Jesús a hacer de su obra salvadora un proyecto en beneficio propio. Haz que estas piedras se conviertan en panes. El pan, y el dinero con que se adquiere, se convierten en lo más valioso de la vida, lo demás no importa. Esta absolutización del dinero y las riquezas se da cuando no se admite que los bienes materiales no son un fin sino un medio, que tienen una finalidad a la que deben orientarse y que, finalmente, se acaban. La codicia es idolatría. El amor al dinero es la raíz de todos los males; algunos, por codiciarlo, se han apartado de la fe y se han ocasionado a sí mismos muchos males (1 Tim 6,10).

2ª tentación: La tentación del poder. Te daré todos los reinos del mundo y su gloria. El poder es el ídolo más fascinante. Ante esta tentación, Jesús reacciona de inmediato, no entra en diálogo con el tentador. Apártate de mi Satanás. Lo mismo le dirá a Pedro, cuando éste intente apartarlo de su camino de cruz: Apártate de mí Satanás que me pones obstáculo. Tú no piensas como Dios, sino como los hombres (Mc 8,33). Jesús, en cambio, nos revelará en qué consiste la verdadera libertad: en poner la vida al servicio de todos, sin dominar a nadie, para que nadie viva oprimido o sometido.

3ª tentación: es la tentación central. En vez de obedecer a Dios, hacer que Dios haga lo que me plazca. Un Dios a mi servicio. En el caso de Jesús: una relación interesada con Dios, su Padre, para que lo ayude a someter el mundo con medios espectaculares: ¡Tirarse abajo desde el pináculo del templo…! Seducir, hacerse irresistible por medio de las propias dotes personales y, encima, teniendo a Dios como aliado. ¡No tentarás al Señor tu Dios!, es la respuesta de Jesús. Porque provoca a Dios, en efecto, la presunción de quien, abusando de la bondad divina, da rienda suelta a su mala conducta.

Todos tenemos conciencia de estar inmersos en una red de tentaciones dentro y fuera de nosotros. Identificar nuestras propias tentaciones nos ayuda a estar vigilantes. Ver a nuestro Salvador tentado, luchando y venciendo al mal, nos afianza en la confianza de que, caminando con Él, venceremos con Él. Es el mensaje de la Cuaresma.

P. Carlos Cardó, SJ