Lucas 9, 11b-17

Esta fiesta está establecida en la Iglesia especialmente para venerar solemnemente la donación generosa de Jesucristo en la Eucaristía. Es una solemnidad para poner de relieve la importancia del Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

El texto evangélico, con el que entramos en la meditación de hoy, narra una de las versiones (la de San Lucas, en este caso) del milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Milagro, que especialmente en el Evangelio de San Juan, quiere destacar el milagro más grande aún de la institución de la Eucaristía.

El sacramento de la Eucaristía es el centro de la práctica de la vida cristiana, porque en él se nos entrega Jesucristo, realmente, aunque oculto tras la apariencia de pan y de vino. Jesucristo mismo destacó la importancia fundamental de la Eucaristía cuando, al anunciar su institución, nos dice: “Les aseguro que si ustedes no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día último. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, vive unido a mí, y yo vivo unido a él”. (Jn 6, 53-56).

Frecuentar la participación en la Eucaristía, tener sed de Jesús en la Eucaristía (no contentarse con la sola misa de cada domingo), debe ser lo central que busquemos en nuestra práctica de vida cristiana.

En la Eucaristía se compendian todos los dones que Jesucristo viene a darnos, al ofrecernos la salvación. Su mensaje, su entrega, la redención en la Cruz, la comunicación de la vida de la gracia (la nueva vida), todo eso se compendia en la Eucaristía. Y además expresa en su forma y en su fondo el nuevo pacto, la Nueva Alianza que Dios quiere establecer con los hombres, y que había sido prefigurada en las diversas alianzas del Antiguo Testamento, en toda la Historia de la Salvación, y especialmente en el pacto que Dios establece con su pueblo después de salvarlos de la esclavitud de Egipto.

Ese pacto que hace Dios con el pueblo salvado de la esclavitud contenía tres elementos centrales: el compromiso de Dios de tener al pueblo judío como su pueblo particular, el compromiso del pueblo de acoger y cumplir los mandamientos, y el sacrificio del cordero, expresión de todo esto.

Estos tres elementos llevados a su plenitud, los pone de relieve Jesús al establecer la Eucaristía en la Cena del Jueves Santo: Dios se compromete con el nuevo Pueblo, universal, que abarca todas las naciones sin exclusivismos geográficos, o étnicos. Es el pueblo de todos los creyentes pertenecientes a todas las culturas, del mundo entero. Y a todos estos, especialmente convocados en la Eucaristía, Dios los recibe, no sólo como su pueblo, sino como su familia, como sus hijos; por eso es tan apropiado que recemos el Padre Nuestro en la Eucaristía. En segundo lugar, como en la Antigua Alianza, el pueblo, o sea los creyentes, se comprometen a cumplir la ley. Ya no se trata simplemente de legalismos, sino de la entrega del corazón, de la búsqueda de la voluntad de Dios en la vida, del mandamiento del amor. La novedad de este pacto está contenida en la afirmación de Jesús: “Ustedes serán mis discípulos si se aman unos a otros”; esta es la condición para pertenecer a su pueblo nuevo; por eso es tan hermoso el hecho de darnos la paz en la celebración de la Eucaristía; supone reemplazar un simple cumplimiento de preceptos, por la entrega total del amor: el cristianismo debe hacernos generosos en nuestra donación.

Y todo esto se hace mediante el sacrificio del Cordero de Dios, que sustituye para siempre todos los sacrificios antiguos, y que queda como el único sacrificio agradable a Dios; sacrificio que es a la vez fiesta, celebración de la salvación, comida de amistad. Y con esto también nos da un mensaje para que nuestra vida sea fiesta, amistad, comunidad y sacrificio, por Cristo y por los hermanos.

Y es que la Eucaristía debería transformarnos; tener la alegría de haber sido salvados, y por tanto vivir el optimismo cristiano toda la vida. Debería impulsarnos a sacrificarnos (o sea entregar a Cristo y a los hermanos lo mejor de nosotros), en fin a ser amigos, porque la Eucaristía nos debe hacer amigos.