Juan 14, 1-12
La Iglesia, a través de su liturgia, y a través de las lecturas bíblicas en las que nos hace meditar, prolonga por varios domingos la reflexión sobre la Resurrección, el hecho central de nuestra salvación. Para profundizar sobre el significado de este hecho central, hoy nos pone esta lectura del Evangelio de San Juan, en que se contienen lecciones fundamentales de lo que significa la Pascua de Jesús, o sea, su paso de este mundo al Padre.
El párrafo que leemos hoy es parte del discurso de despedida de Jesús de sus apóstoles en la Ultima Cena. Jesús dialoga con sus amigos y les dice que no se pongan tristes por su partida; Jesús los estaba observando con especial interés y afecto y los ve con el ánimo por el suelo; esa noche de la Ultima Cena estaba cargada de emociones, de tristeza. Y por eso quiere animarles; la razón que da para consolarlos es doble: informarles a dónde va El mismo, y que la separación será breve, porque ellos le acompañarán pronto.
Uno de los apóstoles, Tomás, que había estado escuchando con atención, sin perderse ni una palabra, le pregunta ¿y cómo se va a ese sitio que parece estupendo? Estamos hablando de viaje, de lugar de llegada, pero ¿cómo se va hasta allá? Una pregunta del todo natural. A la que Jesús responde: Yo mismo soy el camino, y la verdad y la vida. Aquí está dando Jesús una respuesta profunda a lo que Tomás le pregunta, y está dando una respuesta a todos los que pueden preguntarse por el sentido de sus propias vidas: Jesús nos dice a todos los que necesitamos una orientación clara y segura para nuestras vidas, que El es el camino, y la verdad, y la vida.
Cuando Cristo resucite (este diálogo que comentamos está teniendo lugar en la Ultima Cena del Jueves Santo) podrán al fin entender qué camino tan maravilloso es: Jesucristo resucitado es el camino, así será nuestro futuro.
Y para reforzar su afirmación añade: nadie va a al Padre, sino por mí; para llegar a la meta del camino de la vida que es el Padre, hay que ir por Jesús. No hay otro camino por donde ir. Aquí ya ha respondido algo más de lo que preguntaba Tomás, y dice a dónde lleva este camino: al Padre. Todo esto debería dejar plenamente en paz a estos apóstoles turbados por los acontecimientos trágicos que se avecinan: el encarcelamiento y la muerte de Jesús. Todo esto debería dejarnos tranquilos a nosotros, cuando sufrimos y sentimos amenazas: el camino de tu vida te lleva por Jesús a tu Padre.
Felipe, también está atento al diálogo, parece que los apóstoles ni respiran para oír bien todo lo que está diciendo Jesús. Felipe, pues, interviene en el diálogo: entonces, dice él, nos basta que nos muestres al Padre: si estás consolándonos, si dices que el camino que eres tú conduce al Padre ¿entonces por qué no nos enseñas al Padre? así quedaremos satisfechos.
Jesús llega al final de la plenitud de su enseñanza diciendo que el que lo ha visto a El, ha visto al Padre. Como diciendo: ustedes han estado contentos conmigo, me conocen, pues ya conocen al Padre; yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí. La de Felipe es una pregunta que muchas veces nos hacemos ¿cómo es Dios?, es lo mismo que decir: ¡muéstranos al Padre! Jesús, al identificarse con el Padre, además de darnos una lección teológica sobre el misterio de su consubstancialidad con el Padre, nos está poniendo al alcance de los ojos la realidad de Dios.
El Padre es como Jesús. Dios es de bueno como Jesús: Dios Padre se interesa por los hombres para salvarlos, como Jesús. Como Jesús es amigo que nunca falla (pues Jesús se define como amigo de sus discípulos), y defiende a los suyos (como cuando Jesús defendió a los apóstoles que son atacados por los fariseos). El corazón del Padre está lleno de una ternura inacabable para atender a los niños, y a todos los que son como niños, sin prisas. Que es firme cuando se hace necesario, que goza con un paseo en barca y contemplando los lirios del campo. El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. Para nosotros, especialmente después que el Hijo de Dios se encarnó y vivió en nuestro mundo, Dios no es un desconocido. También San Pablo dirá, a este propósito, Cristo es la imagen visible del Dios invisible (Col 1, 15).