(Mateo 5,13-16) La tradición bíblica nos dice quién es Dios en Éxodo 3,14: “Yo soy el que soy (está)” (ehyeh asher ehyeh). El texto de Mateo, por su parte, comienza afirmando “Ustedes son”. Es decir, nos encontramos ante un texto cuyo contenido crea identidad y sentido. Fiel a su estilo, Jesús no define algo o alguien con conceptos, mas bien usa analogías y parábolas, aquellas que nos hacen salir de nuestros esquemas, que nos “lanzan más allá” y nos invitan a releer nuestras vidas desde lo sencillo.
“Sal de la tierra”. Sal y tierra. Un qué y un dónde. Dar sabor a “todas las cosas creadas” es dar sabor a nuestras vidas también; Es sentir para dar sentido, es saborear el aire del maestro, del amigo, del compañero/a. Y no sólo es saborear sino dar sabor, para que sal y tierras se conserven. Lo contrario es hacer insípida nuestra vida y la de los demás, dejar malograr en nosotros lo que fue hecho para compartir y hacer vivir.
“Luz del mundo” Luz y mundo. Otro qué y dónde. Un mundo que de inmediato se hace ciudad y monte. La luz ilumina hasta el rincón más difícil si la dejamos iluminar. Debajo de la mesa, la lámpara se apaga, hace daño, crea oscuridad lo que ha sido hecho para dar luz. Somos lámparas cuando aceptamos ser portadores de luz y sabemos dónde estar, ni con falsas modestias, ni con crecidos orgullos, sino en el justo lugar de criaturas que recibe para dar.
Con la sal se saborea y con la luz se contempla. Sal y luz producen sus efectos naturalmente, sin forzar ni obligar. Además, por el orden con que aparecen estas representaciones, podemos decir que la condición para ser luz es ser sal, pues sin sabor no se contempla, y lo no contemplado vuelve gris la vida (cf Mateo 6, 21). Es lo que le sucedió al pueblo de Israel en el desierto, que cansados por ahogarse en la desesperanza, corrían el riesgo de no saborear el “maná que viene de lo alto” (Éxodo 16,15).
Por otro lado, llama la atención la diversidad de lugares que son mencionados en pocos versículos: Tierra, mundo, ciudad, monte, casa y cielo. De la tierra al cielo, y de la ciudad a la casa. La intención de Jesús de encarnar sus palabras es clara. No podemos escaparnos de este mundo, donde él hace vida y misión; donde todo acto de buena voluntad se convierte en signo de presencia divina. Esto lo podemos constatar desde los orígenes del mundo, desde donde brota la vida: la tierra (harez – Adamah); y desde donde se ordena lo oscuro: del caos (tohu wa-bohu) a la luz (Génesis 1). El primer Adán llamado a saborear e iluminar, cae en el querer ser sólo él la Luz. El nuevo Adán, Jesús, estará en lo alto de un monte para iluminar desde la Cruz (Juan 3,14), el camino que renueva todo lo creado, y le da orden desde el amor empezando con “los de casa”, el pequeño rebaño (Lc 12, 32).
Que las buenas obras brillen siempre, no por los obreros, sino por el hacedor. Quien inspira cada obras es Dios, el Padre que está “en el cielo”, en casa, presente, cercano, amigo.
Alabar al Padre, es saberse hijo e hija creado, perdonado y amado; hijo e hija que pudo haber mal gastado la sal y la luz encomendada, pero que vuelve al Padre, convertido por lo mismo que está llamado a ser para los demás, Pascua viva: “de las tinieblas a la luz”, “del temor al creer”, “de la muerte a la vida”.