(Marcos 7, 1-8; 14-15, 21-23)
El texto evangélico de hoy presenta una de las polémicas de Jesús con los fariseos y maestros de la ley acerca de la verdadera piedad. El judaísmo farisaico había llegado a imponer una forma de practicar la religión, que la reducía a meros ritos, ceremonias y conductas exteriores, hechas con el fin de contentar a Dios. Los fariseos y los llamados “maestros de la ley”, eran los que interpretaban lo puro e impuro, lo lícito o lo ilícito, conforme a una serie de normas extraídas sobre todo del libro del Levítico (caps. 11-15).
Así, habían transformado la religión en una moral de preceptos menudos que pervertía la ley dada por Dios a Moisés, y que llegaba a normar las tareas más simples y ordinarias de la vida doméstica como el lavarse las manos o purificar vasos, jarros y bandejas. Siempre el culto (liturgia) y las prácticas escrupulosas de la moral han servido de pantalla para escamotear las verdaderas exigencias de la fe.
En el antiguo testamento abundan las advertencias de los profetas contra esta pretensión humana de manipular lo divino y reducir la religión a normas externas y costumbres sin práctica de la justicia. Así dice el Señor: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí y el culto que me rinden es puro precepto humano, pura rutina (Is 29, 13). ¿De qué me sirven todos sus sacrificios? –dice el Señor… Aparten de mi vista sus malas acciones, dejen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien. Busquen el derecho, protejan al oprimido, socorran al huérfano, defiendan a la viuda (Is 1, 11.16-17). Yo detesto, desprecio sus fiestas; no me gusta el olor de sus reuniones, no me complazco en sus oblaciones… ¡Que fluya, sí, el juicio como agua y la justicia como un torrente inagotable! (Am 5, 21.22.24).
Jesús, en la línea de los grandes profetas de Israel, mantiene y profundiza el espíritu de la ley mosaica, pero aboga por una pureza interior, que se manifiesta en una vida conformada por entero con la voluntad de Dios. Hace ver que Dios busca el interior de la persona, de donde nacen los afectos y los sentimientos, y en donde reside la sinceridad y la autenticidad de la persona. Por eso denuncia: “Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, y siguen las tradiciones de los hombres”. Y proclama: “Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace al hombre impuro”.
El cristiano sabe, por tanto, que lo importante para Dios no son las acciones religiosas que se cumplen por tradición, o las normas morales que se cumplen como imposiciones externas, sino el compromiso de toda la persona en la búsqueda constante de la voluntad de Dios, que irá siempre en la perspectiva de amar y servir.
San Pablo en la carta a los Romanos nos da esta norma segura de actuación: Les pido, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcan sus vidas como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Este ha de ser su auténtico culto. No se acomoden a los criterios de este mundo; al contrario, transfórmense, renueven su interior, y así discernirán cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rom 12,1-2).
Profundizando más en el sentido de la religión auténtica debemos decir que quien se guía por el Espíritu del Señor se deja liberar internamente para obrar con libertad (cf. Gál 5,1) en una vida santa al servicio de los hermanos (cf. Gál 5,13-26). La nueva ley
de Cristo, que su Espíritu inscribe en el corazón del creyente, consiste en amar a los demás como Él nos ha amado, privilegiando a los pobres y a los humildes.
En esto consiste la «religión pura y sin mancha a los ojos de Dios nuestro Padre», según el apóstol Santiago (Sant 1,27). Y San Juan es enfático al afirmar que el amor constituye el criterio de verificación de nuestro amor a Dios: ¿Cómo puedes decir que amas a Dios a quien no ves, si no amas a tu hermano a quien ves? (cf. 1 Jn 4,20). Este es su mandamiento: que «quien ama a Dios, ame a su hermano» (1 Jn 4,21). Por eso, «no amemos de palabra y con la lengua, sino con hechos y de verdad» (1 Jn 3, 18).
En el texto anterior de Mc (6,52), los discípulos no habían comprendido el simbolismo del pan que se comparte. En el texto de hoy se subraya el motivo: no comprender el significado del pan significa no creer en el amor, quedarse apegados a la ley. Esa dificultad que tuvieron los discípulos de Jesús amenaza a la Iglesia en su misma esencia.
Por eso, para superar este riesgo, venimos a la eucaristía. Comulgamos en el pan único y compartido y recibimos la acción del Espíritu Santo que, al santificar nuestras ofrendas de pan y vino, nos capacita para formar, en Cristo, un solo cuerpo y un solo espíritu.
P. Carlos Cardó, SJ