(Marcos 4, 35-40)

Esta escena que nos narra San Marcos, ocurre en el lago, en medio de una amenazante tempestad. Jesús duerme en la barca, mientras el terror se apodera de los discípulos. Cristo calma la tempestad del mar, y lo que es más, calma la agitación del ánimo de sus discípulos trémulos y cobardes.

La tempestad, un fenómeno amenazante en la vida. La tempestad ocurre cuando la superficie tranquila del mar (o de nuestra rutina diaria) se rompe en pedazos, y las aguas se convierten en abismos que parecen que se tragarán todo. El cielo estalla en alaridos, y se rasga en estruendos. Uno queda indefenso, mudo de espanto. Y hay otros fenómenos similares: a veces lo que se rompe es la tierra, y la ola estremecedora de la sacudida del terremoto parece interminable. A veces es otra la tempestad, o es otra la rotura, igualmente amenazante: la tempestad de nuestro propio cuerpo, que se ha roto (que lleva dentro un cáncer devorador incontrolable, o los síntomas de una degradación cerebral irreversible) y nos deja ante un abismo que nos va a devorar sin compasión. La tempestad parece el tremendo poder de un planeta que se sacude y parece encabritado, o de la materia de que estamos hechos y que parece que querría tragarse a nuestro espíritu.

Nuestra barca es muy pequeña, parece una cáscara de nuez, frente al poder inconmensurable de los elementos desatados. A no ser que esté Jesús en ella. A todos nosotros nos ha amenazado la tempestad. Y en esos trágicos momentos Jesús parece dormido. Eso es lo peor: nuestro defensor, está callado, no se da prisa por hacerse presente. Sin embargo, está. Eso quiere destacar este párrafo del Evangelio: que es importante que Jesús esté en nuestra barca. ¿Quién podría enfrentarse a una tempestad sin la fuerza de la fe?

Cuando una persona sufre de alguna de esas “tempestades”, su barca sube y baja, llevada por las olas, pierde el sentido de la orientación: la vida le parece negra, se pierde el rumbo y la ubicación. Hace falta mucha fuerza (Dios la da) para hacerse dueño de la barca, y darse cuenta de que Jesús está en la barca.

Jesús en el momento adecuado da su orden a la ominosa y soberbia tempestad, y ella se calma, y su furia se desvanece, como se desvanece un poco de humo. El mar vuelve a ser un espejo pacífico, la vida recupera la tranquilidad. Y el corazón recobra la serenidad. Es cuestión de hacer consciente la presencia de Jesús, que nunca está lejos. La fe es la certeza de su presencia, y de su compañía. A veces la tempestad se calma, no por un milagro espectacular, sino por encontrarle un sentido a la misma tempestad, al descubrir que nada, ni nadie nos podrá tragar. Es el acto de fe el que hace que la fuerza de Jesús actúe, y que la tempestad pierda la fuerza que tiene para producirnos miedo, pierda las garras con que nos amenaza.

Vale la pena también reflexionar sobre el contraste: Jesús está dormido, relajado, tranquilo, a pesar de la tempestad, y los apóstoles están aterrorizados ante la misma tempestad: dos formas diversas de estar ente la tempestad; hay quienes no permiten que la tempestad les entre en el alma, hacen que la tempestad quede fuera y así su alma mantiene la superficie tersa de un lago tranquilo a pesar de todo.

San Pablo reflexionando sobre la tempestad dice: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? …Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó”. (Rom 8, 35-37). San Pablo, que pasó tantas tempestades personales, está seguro y tranquilo sabiendo que nadie le apartará de Cristo Jesús.

P. Adolfo Franco, SJ