(Hch 1,1-11; Mc 16, 15-20)

El Señor se va, pero deja a sus discípulos la certeza de que no los abandona. La comunidad que ellos forman, y que da inicio a la Iglesia, vivirá de esta vivencia de su presencia continua y dará testimonio de ella en el mundo.

Los Hechos de los Apóstoles y los evangelios describen el paso de Jesús de este mundo al Padre, con un lenguaje simbólico que corresponde a la idea que se tenía del mundo en aquella época. Se pensaba el universo dividido en tres niveles: el cielo (la casa de Dios), la tierra (el lugar de las criaturas) y los infiernos (lo que está abajo, el lugar de los muertos). Por eso se dice que Jesús “desciende” a los infiernos como los muertos y “sube” después a los cielos de donde procedía. Con ello, lo que la Sagrada Escritura nos quiere decir es que la resurrección del Señor culmina en su ascensión. Jesucristo vuelve a su Padre, vive y reina con Él para siempre. Por eso, ascensión es sinónimo de exaltación.

Jesús asciende a su Padre y, al hacerlo, asume y recoge en sí todos los deseos de sus hermanos. Su elevación nos da la certeza de hallar lo que nos ha prometido, que corresponde al anhelo profundo de la humanidad. Los recuerdos que de ahora en adelante nos hablen de Él, no inducirán a la nostalgia sino a la certeza de que Jesús en verdad ha resucitado y volverá.

Ya no estará físicamente presente con sus discípulos, como lo estuvo durante su vida terrena; ahora estará dentro de ellos, en lo íntimo de su ser. Yo estaré con ustedes todos los días (Mt 28, 20). San Pablo dirá que esa nueva forma de hacerse presente Cristo se realiza por medio del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones. No permanece únicamente como un recuerdo de sus palabras, de su doctrina, del ejemplo de su vida. No, él nos deja su Espíritu, es decir, infunde en nosotros su amor, que es la esencia misma del ser divino, la vida de Dios.

Por el Espíritu, que se nos envía desde el Padre, la vida divina penetra en las profundidades más secretas de la tierra y de nuestros corazones. Así, volviendo a su Padre y nuestro Padre, a su Dios y nuestro Dios (cf. Jn 20,17), llevando consigo nuestra realidad humana, que Él hizo suya por su encarnación, nos hace capaces de compartir su vida divina. En el prefacio de la misa de hoy daremos gracias porque Cristo Nuestro Señor, “después de su Resurrección, se apareció visiblemente a todos sus discípulos y, ante sus ojos, fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad”.

Con su ascensión, Cristo no abandona el mundo; adquiere una nueva forma de existencia que lo hace misteriosamente presente en el corazón de la historia. Por eso no se le puede buscar entre las nubes sino en la tierra, en donde permanece. Huir del mundo es una tentación, porque Cristo no ha huido. Los ángeles, en el relato de Hechos, corrigen a los apóstoles que se quedan parados mirando al cielo. Ellos hacen ver a los apóstoles que la Iglesia debe mirar a la tierra y realizar en ella la misión que Jesús le ha confiado. Con la ascensión se inaugura el tiempo de la Iglesia, que es el tiempo del testimonio y del empeño, de la siembra laboriosa y de la lenta germinación de la semilla, del crecimiento del trigo junto con la cizaña, en la esperanza de la última y gloriosa venida de nuestro salvador y Señor.

La ascensión nos hace mirar la tierra, en la que se desarrolla el combate entre la fe y la increencia, entre la justicia del Reino y el egoísmo humano, en todas las esferas de la vida personal y social. Y, al mismo tiempo, la ascensión nos hace ver que somos “ciudadanos del cielo”, anunciadores de una esperanza que mira más allá de las cosas de este mundo que pasa. La ascensión nos hace amar la vida y defenderla, porque ha sido creada por Dios y asumida por su Hijo Jesucristo quien, por su resurrección y ascensión, la ha llevado junto a Dios, al lugar que le corresponde. En esto consiste la buena noticia que el Señor nos encomienda en su ascensión: Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura (Mc 16, 15).

P. Carlos Cardó, SJ