Juan 20, 19-31

El Evangelio de hoy nos narra una de las apariciones de Cristo resucitado a los apóstoles, cuando estaban escondidos en una casa. Tenían miedo de que los enemigos de Jesús los buscasen también a ellos. Estaban muy lejos de pensar en que Cristo hubiera resucitado y que con su triunfo hubiera disipado los temores y los miedos de ellos y de todos nosotros. Esta actitud de tristeza, miedo o simplemente cerrazón, es la que tuvieron invariablemente todos los que fueron testigos presenciales de la resurrección; y así providencialmente nos hicieron más creíble su testimonio.

En esas circunstancias se les aparece Jesús resucitado y les trae el don de la Paz, el don del Espíritu, y el don del perdón de los pecados. Y es que de la resurrección de Jesús manan en abundancia la plenitud de los dones de Dios; con la muerte y resurrección de Cristo nuestra salvación se ha cumplido. Y esa salvación se nos va otorgando a través de los dones maravillosos de Dios: la Paz, el Espíritu Santo, el perdón de los pecados.

Es importante reflexionar, bajo la luz de la resurrección, en estos dones de Dios, y en particular en el perdón. Pues el perdón de los pecados es especialmente participación en la resurrección: es la renovación de la nueva creación que el triunfo de Cristo viene a operar en los hombres. El perdón de los pecados es resurrección personal; cuando, en el sacramento de la reconciliación se nos perdonan los pecados, pasamos de la muerte a la vida.

Jesús vincula definitivamente su perdón a la potestad de los apóstoles: ellos serán los intermediarios del perdón: «A quienes les perdonen Uds. los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 23). Queda establecida la condición del perdón que nos otorga Dios; los apóstoles son el camino del perdón de Dios. Y quedan descalificados los que piensan que pueden saltarse el camino para confesarse directamente con Dios.  Dios es el que puede perdonar, y el que nos ha manifestado cómo concede su perdón.

En segundo lugar vincula el perdón a la resurrección. Esta vinculación surge porque Jesucristo al morir y resucitar queda convertido en la fuente de la redención. Todo lo que es salvación del hombre nos viene por el misterio pascual; y el perdón de los pecados es elemento esencial de nuestra salvación.

Además ser perdonado es de alguna forma insertarse en la resurrección de Cristo: «Ya que han resucitado con Cristo, busquen los bienes de allá arriba» (Col 3, 1). El efecto que obra el sacramento de la reconciliación es no sólo purificarnos de las faltas, liberarnos de las consecuencias del pecado, es devolverle a nuestro ser una novedad sin mancha (que resucite lo muerto en nosotros), y hacernos aspirar a los bienes de arriba, como dice San Pablo en su Carta a los Colosenses: tener aspiraciones elevadas. La resurrección debe iluminar el mundo, los sucesos y los valores, y les da a todos un nuevo sentido. Los valores humanos, por la Resurrección de Cristo, tienen una jerarquía diferente de la puramente lógica y racional; y así nos empuja a aspiraciones superiores, a una forma diferente de juzgar nuestro entorno, nuestras aspiraciones y nuestros ideales.

El sacramento de la reconciliación nos va ayudando a una transformación paulatina, a la que nos indica la resurrección, a tener aspiraciones mayores, a superar las metas mediocres: sacar de nosotros las potencialidades más hermosas: intentar llegar a ser, lo que íntimamente soñamos con ser. Es vincularnos a la resurrección como actitud personal. Por eso este sacramento es establecido en el primer día de Pascua. Y así sus frutos van más allá de la simple limpieza de los pecados.

Y si hemos recibido el don del perdón, nuestra transformación debe empujarnos a ser personas que testimonian el perdón y que saben perdonar. Y es que lo que hacemos, al no perdonar, es negar en nosotros el fruto de la resurrección. Así seremos testigos de la resurrección que nos llega a través del sacramento. Así proclamaremos que Cristo ha resucitado. Si somos testigos de la resurrección por el perdón recibido,  debemos transmitir a otros esta experiencia, perdonando de corazón.

P. Adolfo Franco, SJ