El juicio final (Mt 25, 31-46) (Mt 25, 31-46)

Jesús ofrece una representación del juicio final mediante una parábola que gira en torno a la antítesis: “vengan-apártense”; “benditos-malditos”; “me dieron-no me dieron”. La separación que se hace es semejante a la del trigo y la cizaña, (Lc 13,24ss) o la de los peces malos y los peces buenos (Lc 13, 47ss). Lo decisivo para ser acogido o rechazado es haber socorrido o no a mis hermanos más pequeños. Éstos están agrupados de dos en dos, conforme a tres necesidades de la vida humana: la alimentación, la inserción social y la libertad.

El hambre y la sed, si no se satisfacen, hacen que la vida no subsista, sobreviene la muerte. El vestido y la patria hacen posible la inserción social, pues la persona que no tiene un vestido digno se siente incómoda, rechazada. Y el forastero, forzado a vivir fuera de su patria, se siente un ser extraño. La enfermedad y la cárcel, en fin, atormentan al espíritu con la incomunicación, el aislamiento y la soledad.

Tanto los de la derecha como los de la izquierda se asombran de lo que les dice el rey y preguntan: ¿cuándo te vimos hambriento…? El rey responde afirmando su presencia en los necesitados: a mí me lo hicieron. La presencia de Cristo, misteriosa —de incógnito— pero real, en los pequeños de este mundo, da a nuestros encuentros con ellos un valor trascendente, eterno.

Tratar de reconocer, amar y servir al Señor en ‘estos pequeños’: de esta actitud depende el valor de nuestra vida, su radical realización o su radical fracaso. Por eso el juicio que hará de nosotros Cristo es el mismo juicio que hacemos ahora de los pobres y pequeños. Así, somos nosotros propiamente quienes lo juzgamos: al acogerlo o rechazarlo en los hambrientos y sedientos, en los desnudos y forasteros, en los enfermos y en los encarcelados.

El juicio no será más que la constatación de lo que hacemos. Al final quedará al descubierto lo que libremente vamos haciendo con nuestra vida. Jesús nos lo advierte con la parábola del juicio para que abramos los ojos y nos hagamos conscientes de lo que hacemos o dejamos de hacer hoy.

“¡El pobre es Cristo!”, solía decir San Alberto Hurtado. Con ello ponía énfasis a esta verdad del evangelio: en el pobre siempre está Cristo. Así, el mandamiento del amor a los pequeños de este mundo constituye el fundamento más firme y universal del obrar humano que conduce a la unión de todos los seres humanos, por encima de las diferencias.

Con este mandamiento, Jesús establece un criterio de acción que va más allá de todos los cuadros religiosos y propuestas ideológicas. Y es un mandamiento evidente para todos. El amor a los necesitados expresa, en un lenguaje universal que todos comprenden, un mensaje que dice no sólo una verdad sobre la persona humana sino una verdad sobre el misterio mismo de Dios. Además, el amor al pobre es el que más manifiesta el modo como Dios ama, pues su amor incondicional, sanante y liberador muestra toda su eficacia cuando levanta del polvo al desvalido (1 Sam 2, 8; Sal 113, 7) y a los hambrientos los colma de bienes (Lc 1, 53).

P. Carlos Cardó, SJ