Domingo XXXII del Tiempo Ordinario
(Mt 25,1-13)
Esta parábola recoge el ceremonial típico de las bodas de Palestina en tiempos de Jesús. Al caer la tarde, la novia con traje de gala y corona esperaba al novio en casa de sus padres, en compañía de una corte de muchachas que llevaban lámparas encendidas en sus manos. Solían ser lámparas de aceite, de llama tenue que había que proteger del viento. Con la llegada del novio comenzaba la fiesta que duraba varios días. Al final, el cortejo de las muchachas acompañaba a la pareja a su nueva casa. Después de cantar himnos y plegarias, se les dejaba para que dieran inicio a su vida de esposos.
La Biblia es el libro del amor de Dios por la humanidad. Para describirlo, emplea frecuentemente el símbolo de la unión conyugal. Dios es el esposo de Israel, que representa a toda la humanidad. De comienzo a fin, pero sobre todo en las más bellas páginas poéticas del Cantar, de Isaías y de Jeremías, la Biblia nos llena de admiración ante la pasión de Dios por cada una de sus criaturas: tú vales mucho para mí y yo te amo (Is 43, 4). De esta experiencia del amor de Dios, brota la actitud de búsqueda de su presencia, que se expresa en la metáfora del salir a su encuentro: estar despiertos y disponibles para recibir al Señor, alimentar la fe y no dejar que se apague, pues no sabemos cuándo será aquel día.
Jesús nos hacer ver que el encuentro con Dios se realiza en lo cotidiano, y que es en la vida de todos los días donde se decide el futuro en términos de estar con Él, o estar lejos de Él. San Pablo, por su parte, insiste en la idea de que la fe ilumina la realidad que vivimos y mueve a responsabilidad, no permite el sueño de la pasividad, nos despierta: La noche está avanzada y el día se acerca; despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz… Revístanse de Jesucristo (Rom 13, 11-14).
La parábola trae esta advertencia. Las personas previsoras, representadas en las muchachas prudentes que mantienen sus lámparas bien preparadas, se muestran atentas a las llamadas del Señor, se guían por las inspiraciones de su Espíritu, Espíritu del amor, y gastan sus vidas sirviendo a los demás.
Las jóvenes descuidadas, en cambio, no cumplen las exigencias del amor, no buscan al Señor ni lo reconocen cuando pasa a su lado. Sus vidas son un vaso vacío, lleno de frivolidad y egoísmo, sin amor. En vez de acercarse al Señor, se alejan, hasta ya no oír su voz. Por eso, él les dirá: ¡No las conozco!, manifestando con estas palabras la respuesta que ellas mismas le han dado. El final no es otra cosa que lo que se ha venido dando en lo cotidiano.
Por tanto, estén preparados, porque no saben ni el día ni la hora, es la conclusión de la parábola. Jesús nos la dice no para meternos miedo respecto al futuro, sino para que seamos responsables del presente. Si el Señor nos habla con palabras graves de la posibilidad de echar a perder la vida, si con tanta insistencia advierte en su evangelio que hay trigo y cizaña, peces diversos, invitados con traje de bodas o sin él, criados buenos y malos, no es para que le temamos, sino para que asimilemos de manera más decidida sus enseñanzas.
Porque nos ama, no quiere que se eche a perder ninguno de los que el Padre le ha dado. Porque la vida es un regalo precioso que debemos cuidar, Jesús nos advierte: ¡Estén preparados! Es como si nos dijese: No juegues con tu vida, ¡vale tanto para mí! Mira, ahora se te concede adquirir el aceite necesario para que toda tu persona brille con la luz verdadera que ni la muerte podrá extinguir. Contemplar al Señor es quedar radiantes, dice el Salmo 32.
La voz que anuncia: ¡Ya llega el esposo, salgan a su encuentro!, nos mueve a examinar si estamos con las lámparas encendidas aguardando y sirviendo al Señor. Discernir sus incesantes venidas y estar vigilantes para el encuentro definitivo significa compromiso efectivo, práctica de la fe. Lo contrario es llevar en las manos lámparas sin aceite; su pequeña luz se apagará. Si buscamos incesantemente al Señor, Él no nos ocultará su rostro. Nos dirá aquello que oyó San Agustín en su interior: “Consuélate, tú no me buscarías si tú no me hubieses encontrado”.
P. Carlos Cardó, SJ