Mt 13, 44-52

Tres pequeñas parábolas de Jesús sobre el Reino de Dios. La primera habla de un campesino que ha encontrado un tesoro escondido. En la antigüedad se escondían tesoros en vasijas o cofres bajo tierra. Según las leyes judías, si alguien fortuitamente los encontraba, se podía hacer dueño de ellos comprando el campo. El campesino de la parábola vende todo lo que tiene para poder adquirirlo. En la segunda parábola el protagonista es un mercader de perlas que encuentra una de gran valor. Y, lo mismo, vende todo lo que tiene y la adquiere. 

Es lo central de la parábola: quien encuentra el tesoro o la perla decide venderlo todo y adquirir esos bienes porque valen más. Es el valor de la decisión que permite adquirir el bien mayor; por eso las parábolas ponen el acento en “venderlo todo”, porque el Reino de Dios –simbolizado en el tesoro y la perla– vale mucho más. Frente a él todo ha de ser relativizado. 

Pero no se trata de una obligación impuesta desde el exterior que se asume a regañadientes, sino de una decisión fruto de la alegría que siente la persona: Por la alegría que le da… vende todo. Decisiones así se producen en el campo del amor humano: quien encuentra a la persona que andaba buscando y que lo llena de alegría, la prefiere por encima de las demás. 

Ocurre también con el amor a Dios: sólo un gran amor a él puede hacer que se relativicen ante él todas las cosas del mundo. No porque pierdan valor o atractivo, sino porque sólo tienen sentido en función de lo que se ama. El Evangelio no dice que el campesino del tesoro y el mercader de la perla echen todo a rodar, sino que invierten lo que poseen para adquirir lo que vale más. Uno no “pierde” nada; más bien lo gana todo. Dios no quita nada; más bien Dios lo da todo. Es la razón por la cual, para seguir a Jesús, los discípulos dejan redes y barca, esposa, hijos, campos. Pablo dirá que, ante la “sublimidad del conocimiento de Cristo”, todo lo que antes era para él ganancia, lo considera pérdida. 

En este sentido las parábolas del tesoro encontrado y de la perla preciosa nos hacen comprender que el amor de Dios, su reino, la persona de Jesús y su mensaje, una vez descubiertos como el valor supremo, llenan a la persona de una alegría tan íntima (“alegría inefable y gloriosa”, dice San Pedro – 1Pe 3,8) que se determina a dedicarle la vida entera. Todos los santos lo han vivido y lo han expresado de mil maneras: “Desde que supe que hay Dios descubrí que no podía hacer otra cosa que servirle”, decía el Beato Carlos de Foucauld. “¡Tarde te amé, hermosura, siempre antigua y siempre nueva!, ¡qué tarde te conocí!”, San Agustín. “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer…, dadme vuestro amor y gracia que ésta me basta”, San Ignacio de Loyola. 

Finalmente, la parábola de la red hace comprender que el Señor a todos llama y capacita para que alcancen la alegría que andan buscando, la alegría de su Reino. En la Iglesia no estamos solo los puros, ni está compuesta únicamente de santos. El Señor convoca a todos, justos y pecadores. En su mesa no se niega la fraternidad a ningún hijo de Dios. 

Y una vez reunidos, como los peces en la red, el Señor tiene paciencia, espera a que nos convirtamos a él de verdad y no niega a nadie su tiempo oportuno. La fe es eso, llamada y respuesta, don y responsabilidad, gracia divina y libertad humana, cruz y resurrección… 

Para tomar estas decisiones que dan sentido a la vida y mantenernos fieles a ella, venimos a la Eucaristía: En ella nos alimentamos del Pan de los fuertes, que es Pan también de los débiles y de los peregrinos. En ella se actualiza para nosotros aquel acto supremo de decisión que hizo Jesús para salvarnos: “Porque él mismo, antes de su pasión, voluntariamente aceptada, cenando a la mesa con sus discípulos tomo el pan… y dijo: Tomen, coman, esto es mi cuerpo que va a ser entregado”. 

Alimentados de su cuerpo, nos hacemos capaces también nosotros de vivir una vida hecha entrega, para en todo amar y servir como él.

P. Carlos Cardó, SJ