Cristo en casa de Martha y María, óleo sobre lienzo de Jacopo Tintoretto (1580 aprox.), antigua pinacoteca de Munich, Alemania
(Lc 10, 38-42)
San Lucas pone este pasaje a continuación de la parábola en la que Jesús se identifica con el Samaritano que atendió al hombre herido por unos bandoleros y le buscó una posada. En el camino hacia Jerusalén, el Buen Samaritano busca alojamiento en casa de dos mujeres, Marta y María. Ahora hay una casa que le aloja. El que enseña a acoger, ahora es acogido.
Poco sabemos de estas dos mujeres que lo reciben: sólo que son las hermanas de Lázaro (cf. Jn 11, 1-5). María podría ser la mujer que, en Betania, ungió al Señor antes de su pasión (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13). Y algunos comentaristas creen que es la misma mujer que –según Lc 7, 36ss– se acercó a Jesús con un vaso de alabastro lleno de un perfume precioso y lo derramó sobre sus pies.
Marta critica a su hermana porque no la ayuda en los trabajos materiales, en que ella se afana para acoger a Jesús, como cree que debe hacerlo. Pero Jesús le replica, invitándola a hacer suya la actitud de María que, a sus pies, escucha con atención su palabra. Sin la palabra del Señor todo pierde su auténtico valor e incluso “sabor”.
Se ha dicho tradicionalmente que Marta representa la actividad y María la oración. Pero no hay que contraponer a Marta con María ni a la acción con la oración, hay que integrarlas. Lo que enseña el texto de Lucas es que se ha de purificar la acción por medio de la oración y escucha del Señor porque, sin esto, la acción –aunque sea buena y prolífera– puede perder orientación y convertirse en búsqueda de uno mismo. Con la oración, que nos hace escuchar la Palabra, nuestra acción se ahonda y purifica.
María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán. Jesús elogia la sencilla y sincera receptividad para la escucha. Con esa disposición, la persona deja entrar en su corazón el amor, que es lo que da sentido a todo lo que hace por los demás. “Lo único necesario” es experimentar vitalmente el ser amado sin condiciones. Esto, y sólo esto, da al cristiano la íntima certidumbre de la que brota la calma y la quietud frente a toda circunstancia. El deber no basta. Hay que descubrir el valor de lo gratuito. Ya los profetas lo habían intuido: “Se salvarán si se convierten y se calman; pues en la confianza y la calma esta su fuerza”, dice Isaías (30,15).
Necesitamos integración personal y calma interior porque solemos andar divididos y ansiosos. Los quehaceres materiales y los negocios del mundo ahogan en nosotros, como zarzas y malezas, la semilla sembrada en nuestra tierra. Necesitamos parar, recogernos en nuestro interior y ponernos a los pies del Maestro cada día. Él nos recordará: Busquen, más bien, el Reino y todas las cosas se les darán por añadidura (Mt 6,33; Lc 12,31).
Dejar de escuchar la palabra del Señor, por muchas pretendidas obras buenas e importantes que se hagan, significa tanto como apartarse del reino y correr el riesgo de echarse a perder. Pensemos, pues, en lo importante que es saber integrar el servicio a los demás con la escucha de la palabra de Jesús, sin tratar de rebajar ésta con falsos pretextos.
Al mismo tiempo, el pasaje de Marta y María nos recuerda que Dios está llamando continuamente a nuestra puerta. Lo que pasa es que no queremos oír su llamada o no sabemos cómo acogerlo. Pero hay algo que el texto evangélico hace evidente: Cuando Cristo llama a mi puerta en la forma de un hombre o una mujer que necesita mi ayuda, lo que debo hacer no puede consistir solamente en darle cosas (por valiosas que sean, y que a fin de cuentas es Él mismo quien nos las da), sino ante todo hacerme consciente de que es Él quien viene a mí como un regalo en ese hermano o hermana que ha tocado a mi puerta.
Esto, pues, debe reflejarse en el trato que le doy. Quien a ustedes acoja a mí me acoge (Mt 10,40). “Hospes sicut Christus”, al huésped se le recibe como a Cristo, dice la regla benedictina: “Recíbanse a todos los huéspedes que llegan como a Cristo. …Y al recibir a pobres y peregrinos se tendrá el máximo de cuidado y solicitud, porque en ellos se recibe especialmente a Cristo, pues cuando se recibe a ricos, el mismo temor que inspiran, induce a respetarlos” (Regla de San Benito).
P. Carlos Cardó, SJ