Jesús y Pedro. Manuel de Jesús Pinto (entre 1804 y 1815). Concatedral de San Pedro de los Clérigos, Recife, Permambuco, Brasil.

(Mc 8, 27-35)

Con este texto se inicia una parte importante del evangelio de Marcos, la sección del camino que concluye con la entrada de Jesús en Jerusalén (11,8). En ella se relata su marcha hacia la pasión. Los apóstoles ocupan un lugar central porque Jesús se dedica a ellos de modo especial para que entiendan el significado de la cruz. Quiere hacerlos capaces de comprender que el Mesías debe realizar su misión salvadora por medio de un amor entregado hasta la cruz. Y deben comprender asimismo que ser discípulos suyos implica seguirlo en una existencia caracterizada por la entrega de uno mismo.

En este contexto, tiene con ellos un momento de intimidad. Y les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden mencionando las distintas opiniones que la gente tiene de Él: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías venido a preparar la llegada del Mesías, o que es simplemente un profeta, sin mayor concreción.

A continuación, Jesús les pregunta a ellos mismos: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Quiere que se hagan conscientes de su fe, que vean cuánto confían en él, porque les espera una prueba terrible. Entonces Pedro, tomando la palabra en nombre del grupo, le contesta: Tú eres el Mesías (el Cristo).

Si uno lee el relato haciéndose presente en él (y ésta es la mejor manera de leer la Palabra de Dios), podrá admitir que Jesús me dirige también esa pregunta: “¿Quién soy yo para ti?”. No sólo qué sabes de mí, ni qué haces por mí, sino quién soy yo para ti. Y esto es fundamental porque seguir a Cristo no es asimilar una ideología, ni simplemente saber una doctrina o cumplir una moral, sino tener con Él una relación personal.

Por la  fe uno se relaciona con alguien que le sale al encuentro y le muestra lo que ha hecho y sigue dispuesto a hacer por él. Uno descubre que, con Jesús, el amor salvador de Dios ha comenzado ya a triunfar sobre la injusticia y maldad del mundo, y que para que este amor se extienda y abrace a toda la humanidad, Él cuenta con nuestra colaboración.

Después de ordenar a los discípulos que no hablaran de él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que debía ser el Mesías, Jesús les advirtió claramente que “tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros, que lo matarían y a los tres días resucitaría”. Es el primer mensaje que les hace de su pasión.

Y les resultó insoportable.

No podían comprender que Jesús, el Mesías, el sucesor de David que habría de restaurar la monarquía y dar gloria a Israel, acabaría rechazado por las autoridades religiosas que lo matarían y a los tres días resucitaría. Eran incapaces de recordar que así lo había presentado el profeta Isaías en sus cantos sobre el Siervo de Dios.

Jesús había asumido una forma de ser Mesías que no se acreditaba con un triunfo según este mundo sino asumiendo el dolor, la opresión y la culpa de su pueblo, conforme a un designio de Dios su Padre, con el que se identificaba plenamente.

Para que ningunos de sus hijos o hijas se pierda, Dios entrega a su propio Hijo y éste, por su parte, asume como propio ese amor salvador, mostrándose dispuesto a llevarlo hasta donde sea necesario, incluso hasta entrega su propia vida por la salvación de sus hermanos y hermanas. No hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos.

Por consiguiente, no es que le agrade a Dios ver sufrir a su Hijo (sería blasfemo pensar una cosa así), sino que el mayor amor llega ineludiblemente hasta la identificación con aquellos a quienes ama, hasta cargar con sus dolores, asumir como propia su culpa y morir para que tengan vida. Este amor de Jesús por nosotros, unido a su inquebrantable esperanza en su Padre, es lo que le hará experimentar el triunfo de su vida sobre la muerte, la gloria de la resurrección.

Pedro no comprende. No puede admitir que su Maestro tenga que padecer. El destino del Mesías es el triunfo, no la humillación del fracaso. Además, Pedro no está dispuesto a verse involucrado en un final como el de su Maestro. Por eso, tomándolo aparte, comenzó a increparlo. Pero Jesús lo reprende severamente a la vista de todos: ¡Apártate de mí, Satanás! Ponte detrás, tentador. Están los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres; y el discípulo preferido aún no ha dado el paso.

En adelante, el seguimiento de Jesús quedará definido como asumir su estilo de vida con todas sus consecuencias. Así la vida de Jesús se prolongará en la del discípulo.

 P. Carlos Cardos SJ