Marcos 7, 31-37
Este párrafo del Evangelio de San Marcos narra la curación milagrosa de un sordomudo. La Iglesia, desde tiempos antiguos le ha encontrado a este milagro un sentido especial. Por eso este gesto milagroso de la curación del sordomudo lo utilizó la Iglesia como uno de los símbolos que acompañaban la realización del bautismo. Al que iba a ser bautizado se le decía tocándole los oídos: ¡ábrete! Evidentemente se quiere llamar la atención sobre el recto uso de los oídos y de la lengua en el cristiano; se pide a Dios que abra los sentidos y principalmente los sentidos interiores del espíritu, para que nos encaminen a la vida sobrenatural.
¡Qué penoso es no oír, o no poder hablar! Los que padecen de cualquiera de estas limitaciones, pierden, o sienten muy disminuida la comunicación con el mundo exterior; pueden llegar a quedar recluidos en un mundo solitario; a veces están a nuestro lado y parecerían no estar. Y no son ésas las únicas limitaciones que derivan de esa carencia de nuestros sentidos, ni las más importantes; hay también otros problemas peores; son los que teniendo oídos y lengua abiertos, no los usan rectamente; y de eso, por encima de todo, debemos ser curados.
A veces tenemos el oído sensible para escuchar los alborotos de nuestro alrededor, las músicas, los gritos, las bocinas, los anuncios, pero no escuchamos voces más hondas para las cuales no ponemos atención y no escuchamos la voz del Señor, que habla en la oración y en el silencio; y es que el exceso de ruido exterior, el no sabernos aislar alguna vez, puede producir una lamentable atrofia de nuestra capacidad interior de oír.
Tenemos que agudizar nuestra audición para escuchar lo importante de las personas: un buen consejo sería tan importante, en muchas circunstancias, y a veces no lo sabemos oír. Hay gentes que nos rodean y claman nuestra ayuda, y su clamor no llega a nuestros oídos porque estamos oyéndonos sólo a nosotros mismos. Hay quienes son sordos a los demás, o se hacen los sordos.
Otras veces, por el contrario, hay que saber no escuchar. Un oído excesivamente fino para lo que se dice (o imagino que se dice) acerca de mí, me hace ser infeliz; incluso por palabras que no han sido dichas, pero que mi pesimismo inveterado me hace escuchar: y estas voces llegan a nuestro interior para provocar un oleaje de susceptibilidades.
Y lo mismo que debemos curar nuestro oído, también necesitamos curar nuestra lengua. Y a este propósito valdría la pena reflexionar en lo que nos dice, especialmente el Apóstol Santiago en su carta (3, 1-12): «Si alguno no peca hablando, es un hombre perfecto». El hablar sobre el prójimo con una lengua de veneno que fulmina la honra de los demás. Hay personas que saben producir palabras mortales, palabras más duras que las piedras. Qué imaginativos somos a veces, para la murmuración, la crítica y el chisme. La fama se quita muy fácilmente, y se restituye con dificultad. Hay tertulias que tienen como tema central la honra del prójimo; realmente la murmuración no es deporte que debieran practicar los cristianos.
La palabra a veces es usada como arma mortífera, o cargada de veneno, o cargada de agresión, y resulta mortal como espada de doble filo. Qué potencia tiene la mente para encontrar las palabras más duras, o más ofensivas o más humillantes: y esto también entre personas que se quieren.
Y también hay que curar la lengua que es muda, cuando debería hablar. Hay una variedad de situaciones, en las que no se puede callar. A veces mi silencio me puede hacer cómplice de una injusticia. O no corrijo, cuando tengo autoridad, y debo hacerlo. O prefiero no complicarme la vida, y no doy un consejo oportuno. Callar por cobardía, o por no complicarme la vida, son pecados de una lengua muda, que tendría que hablar.
Definitivamente nuestros oídos y nuestra lengua pueden padecer diversas enfermedades de las que el Señor debe curarnos.