La Vid y los sarmientos (Jn. 15, 1-8)

Jesús habla de su relación con nosotros con una parábola hermosa: La de la Vid y los sarmientos. El es la vid y nosotros las ramas. Y nos afirma que las ramas que no están unidas a la vid, se secan y no producen fruto, simplemente son ramas inútiles, que solo sirven como leña para el fuego.

Lo que está encerrado en estas afirmaciones es muy serio: Jesús es el centro de la vida, y si nos separamos de El, el flujo de la vida no nos llega. Esto lo ha dicho de muchas formas y en diversos momentos: por ejemplo cuando nos dice que El es el pan de la vida, y que si no nos alimentamos de El no tenemos vida. Y en el comienzo del Evangelio de San Juan se dice: por El fue hecho todo lo que existe. Y San Pablo, en forma similar, dice: todo fue creado por El y para El.

Se trata de un asunto esencial: algo que toca a la esencia del ser. Sin Cristo estamos privados de las conexiones vitales, que nos hacen vivir. No es sólo un asunto religioso, sino más hondo, no se trata solo del comportamiento moral, sino de la esencia misma del ser. Esa es la afirmación de Jesús: El está en el centro de toda vida, y toda vida se alimenta en la medida en que mantiene nexos vitales con El.

¿Cómo haremos para mantener esta unidad con El? Hay muchas cosas que podemos hacer, para mantener y reforzar esta unión. Pero también hay que afirmar que aquí se trata de la ayuda de Dios, imprescindible para toda obra buena. Esa ayuda de Dios la podemos suponer, porque Dios siempre está dispuesto: El quiere que todos los hombres se salven; por tanto lo que queda es ver cuál es nuestra parte en este trabajo de estar unidos con Jesús.

Primero hay que evitar todo corte de los vasos vitales por los cuales nos llega su aliento de vida: claro está que con el pecado se corta o se debilita esta unión vital con Cristo. Esta es una condición previa, para poder después progresar en la unión. Hay que subrayar de nuevo que se trata de unión substancial, y no simplemente concordancia moral con Cristo: cumplir lo que El dice. En esto nos va la vida, en estar unidos a la fuente de donde nace y se alimenta toda vida.

La unión se hace entonces por la gracia, ese flujo vital, por el cual la vida de Dios vive en nosotros. Y que se alimenta por los sacramentos y por la oración. Lamentablemente los sacramentos no producen en nosotros todos sus efectos, porque el rito se nos convierte a veces en una barrera, por nuestra falta de penetración en el misterio. El sacramento no es un “encuentro”, como debería ser. Se trata de una cita de verdad con Aquel que nos ama. Pero cuando se recibe, o se acude a El, sin fuerza, sin apertura de corazón, nuestro espíritu queda en la periferia de la fiesta, como un invitado que se queda sólo a la puerta. Es verdad que el Sacramento está rodeado de una especie de muralla, que es la forma ritual en que se celebra. Y hay que penetrar en esa muralla, para que se produzca el encuentro.

Aquí hay dificultades que se pueden ir eliminando poco a poco, con un poco de interés personal, y con mucha ayuda del Señor. El quiere que vayamos vislumbrando poco a poco el tesoro escondido, y que tengamos como meta, atravesar la cortina del tesoro. Dios entrará en nosotros para hacernos recibir el milagro de su amor. Así se irá produciendo más y más el fruto de la unión, así nuestra ramita (nosotros) estaremos unidos a esa vid, que nos provee de frutos tan maravillosos, como la paz y el gozo de vivir en El.

Y de forma similar la oración debe intensificar esta unión con El. La oración en sí misma es estar unidos a Cristo, para que se produzca un flujo de El a nosotros y de nosotros a El. Esta oración viene siendo un proceso en que progresivamente vamos pasando de los círculos exteriores hasta el centro de la intimidad. Pero el que persevera en la oración poco a poco se irá adentrando, cada vez estará en una órbita más cercana al Centro, al Sol. Así la oración irá produciendo el fruto de la unión.

Esa es una tarea importante para nuestra vida, ya que El nos ha dicho que si no estamos unidos a su tronco, no tenemos vida, no tenemos fruto. Y ponerse en marcha hacia esa unión le da a la vida una plenitud insospechada. Marchar decididos a una unión tal que podamos exclamar: Vivo yo, pero no soy quien vive, es Cristo quien vive en mí.