Marcos 5, 21-43

En este pasaje el Evangelista San Marcos nos narra dos milagros de Jesús: La resurrec­ción de la hija de Jairo, y la curación de una mujer que padecía de flujos de sangre.

Ambos milagros se relacionan, tienen en común la manifestación del poder de Jesús sobre la sa­lud física y señalan la curación espiritual que El nos da con su poder redentor. Naturalmente que el sig­no que nos llama más poderosamente la atención es la resurrección de la hija de Jairo, una niña muerta prema­turamente a los doce años. Pero para el poder de Dios todo es igualmente posible, y es igualmente manifestación de su amor.

Con respecto al milagro de la resurrección de la hija de Jairo, podríamos tener una actitud de espectadores desinteresados, simplemente curiosos, para estar simplemente informados. Y pensar qué suerte la de este padre a quien Jesús le devolvió viva a su hija. Pero a la vez, podemos estar pensando, cuán­tas niños y niñas, cuántos jóvenes que han muerto prema­turamente, y sobre los que no ha ocurrido ningún milagro semejante. Simplemente las personas han quedado arrolladas por el poder destructivo de la muerte.

Por otra parte, si sólo pretendemos criticar, podemos añadir alguna otra consideración: al fin la niña, ahora resucitada, murió igualmente unos años más tarde. Al fin ese milagro no terminó con el «problema de la muerte», simplemente lo aplazó por unos cuantos años.

Todo esto sería no entender nada del milagro y no permitir que el milagro fuera simplemente una llave que nos abra la puerta de la fe en Jesús.

Por eso como cristianos necesitamos ante este milagro una actitud contemplativa, verlo también con el corazón: intentar entrar en profundidad en el milagro. Y así percibimos que la lección fundamental de este milagro es el poder de Jesús sobre la muerte. Jesús, el dueño absoluto de la Vida tiene un absoluto poder sobre la muerte.

Y el poder más fuerte que tiene Jesús sobre la mue­rte, es despojarla de su fue­rza destructora. Hacer que la muerte no sea muerte, sino aurora de vida. Cristo con su muerte destruyó la muerte. Nos dice San Pablo: «Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmorta­lidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: la muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?» (1 Cor 15, 54-55).

El triunfo de Cristo sobre la muerte, el gran milagro, que brota del poder salvador de Jesucristo, está en penetrar en la realidad última de la vida y de la muerte y hacernos encontrar una bella flor: el sentido que tienen tanto la vida, como la muerte. El sentido que por la fe en Cristo descu­brimos, nos hace ver a la muerte transformada en el despertar a la vida eterna, la que con más razón merece el nombre de VIDA. La boca del sepulcro la vemos oscura desde este lado de la vida efímera, pero en realidad es la puer­ta de la luz, vista desde el lado de las realidades defi­nitivas. Jesús, al morir nos ha abierto esa luminosa puerta.

Para subrayar todo esto que venimos diciendo, nos dice el mismo Jesús, en el evangelio de San Juan: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para sie­mpre» (Jn 6, 51).

Estas verdades de nuestra fe, nos desafían para que superemos la tristeza con que solemos mirar la muerte, y exclamemos en voz alta: por la fe afirmo con todas mis fuerzas que esta persona que veo muerta, está más lle­na de vida que nunca; esta persona que veo muerta en rea­lidad ha entrado en la vida, en la vida de verdad, una vida que ya no tiene amenazas. Ha entrado al reino de la Luz y de la Paz; una vida al lado de la cual ésta de ahora no es más que una imperfecta imitación.

Y más aún, esta absoluta certe­za sobre el sentido de la muerte nos hace entender la vida temporal; nos hace darle su auténtico sentido. La vida en el mundo pasajero es un proceso, día a día, por el cual vamos acumulando, y con­struyendo nuestra futura re­surrección, que se operará por la fuerza de Cristo Sal­vador, con esta vida estamos construyendo nuestra vida futura, con la gracia de Dios.

El sentido de la vida es algo tan importante, que sin él nos resulta muy difícil vivir esta vida; el que no encuentra sentido a su vida, la soporta, hasta que no puede más. Y la vida es tan hermosa: Dios nos permite construir, con su ayuda, nuestra verdadera vida futura. Cuando Dios nos mandó al mundo a vivir esta primera parte del tramo de nuestra vida, cuando nos hizo nacer, no nos tuvo como colaboradores para empezar a ser. No nos preguntó ¿qué ojos te gustaría tener? No nos preguntó por nuestra estatura, ni por el coeficiente de inteligencia. Pero para construir la vida definitiva, durante esta vida temporal, Dios sí nos viene a decir ¿cómo te gustaría tu otra vida? Y Dios nos dice que podemos construirla con su ayuda.

Por todo esto estamos seguros de que, como a la niña de que habla el Evangelio, también a los que hayamos muerto en Cristo, Jesús nos dirá: «contigo ha­blo, levántate». Y también nuestro sepulcro, como el del Resucitado, quedará para siempre vacío.