Lc. 24, 46-53
Hoy celebramos la fiesta de la Ascensión del Señor, final de toda la etapa de la presencia de Jesucristo en nuestro mundo. Es el final de su vida en la tierra, y el comienzo de la actividad de los apóstoles. En esa circunstancia, antes de separarse Jesús les indica cuál ha de ser su tarea, para continuar la obra de salvación que El ha realizado: predicar la conversión y el perdón de los pecados, ser testigos ante el mundo entero de todo lo que ellos han visto y han vivido con Jesús, y finalmente esperar a que el Espíritu los revista de la fuerza de lo alto. A continuación se eleva al cielo, desaparece su presencia física, y empieza su presencia en la Iglesia: El mismo lo ha dicho: “Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo
La Ascensión es más que un “fenómeno”, no se trata fundamentalmente de un espectáculo de elevación por los aires. Esto no es lo fundamental de la Ascensión; lo fundamental es lo que nos dice el mismo texto del Evangelio: Jesús traspasa su misión, y los beneficios de la salvación, para que sean ahora los apóstoles y sus sucesores (toda la Iglesia) los que continúen esa misma misión y distribuyan esos tesoros de salvación que Jesucristo realizó durante su vida en la tierra. Esa misma misión de la que los mismos apóstoles han sido testigos.
Quizá podríamos imaginar al mismo Cristo en este momento de despedida, mientras sube al cielo, recordando y recapitulando todo lo que ha hecho durante su vida, en los distintos lugares: en Cafarnaún, en Nazaret, en Betania, en Jerusalén. Poco más de treinta años, enseñando a los hombres el amor de Dios, haciéndoles entender que Dios es Padre, que busca el bien de los hombres, que tiene una voluntad de salvarlos. Ha querido repetir hasta el cansancio, cuáles son los sentimientos íntimos de este Dios que ha amado al mundo hasta la locura. Y este hermoso anuncio del amor de Dios lo ha hecho transmitiendo palabras llenas de fuerza, con autoridad, palabras que llegaban al corazón de sus oyentes, que le miraban embelesados, sin cansarse nunca de oírle. Recordaba esas multitudes que le seguían, donde El depositaba esa hermosa semilla, que los corazones de los hombres (aun sin saberlo) deseaban recibir. Esos hombres se transformaban cuando se daban cuenta de que eran hijos queridos de un Padre bueno.
Recordaba, cómo se encontró con diversas personas que habían llegado al extremo de su oscuridad, cuando la enfermedad les hacían sentir miserables, apartados y excluidos de la tierra de los vivos (como los leprosos), cuando una pobre viuda había perdido a su único hijo; y tantas otras personas llenas de tinieblas y llenas de pecado. Y volvía a ver cómo con su acción cercana y curativa, empezaban a reverdecer, recuperaban la alegría de la vida. Era otra forma de transmitir a ellos y a los que eran testigos de esos prodigios de cariño, que Dios les ama, que Dios nos ama, y que quiere que todos se salven.
Cuántas cosas recordaba Jesús, al tener que dejar físicamente este mundo. Recordaba la admiración que sus oyentes sentían al oír sus parábolas, al recibir ese mensaje “nuevo” la “buena noticia”. Recordaba a aquellos amigos que le habían servido con tanta dedicación, a los pecadores que había purificado y liberado, recordaba a los pobres, para quienes siempre mostró su predilección, a los que El proclamó bienaventurados.
Y cómo no recordaría esos días trágicos de su muerte, en que quiso expresar que era nuestro querido amigo, pues nadie ama más que el que da la vida. Había cumplido a cabalidad la misión que el Padre le encomendó, y ahora la transmitía a esos hombres sencillos, en los que había depositado una fe esplendorosa, que lo habían dejado todo para seguirle, y le ponían sus propias vidas a su servicio. Confiaba en ellos, y les entregaba la gran misión de ir llevando la luz del Evangelio hasta los últimos rincones del mundo, y así poco a poco se fue elevando de este mundo para regresar a su Padre, de donde había salido cuando vino a este mundo para ser un hombre entre los hombres.