Juan 20, 19-31
Jesús resucitado se manifestó en diversas ocasiones a los suyos, y especialmente a los apóstoles. Juan en este párrafo nos narra dos de sus apariciones a los apóstoles, ocurridas a una semana de distancia, la una de la otra: la primera el mismo día de la resurrección, y la segunda el domingo siguiente, tal día como hoy.
En ambas se manifiesta la dificultad de los apóstoles en creer. Y es que la resurrección no es un hecho como los demás hechos que ocurren a nuestro alrededor. Para los hechos normales basta tener los ojos abiertos y los oídos atentos; basta aplicar nuestras manos al objeto que se nos presenta para percibir que es real; pero la “realidad” de la Resurrección es de otro orden, y no basta el conocimiento normal para llegar a esa “realidad”. Hace falta la fe.
Los apóstoles ven, tocan, y sin embargo no acaban de aceptar. Incluso piensan que es un fantasma el que está delante de ellos. La actitud de Tomás es más dura aún: él pone condiciones para creer: “si yo no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. Es la respuesta que nosotros presentamos ante la resurrección de Jesucristo, y ante las verdades sobrenaturales: queremos medirlas con nuestros métodos de conocimiento. Y para pasar de nuestro conocimiento de las realidades habituales al de las “realidades” superiores, a las verdades sobre Dios, hace falta saltar. El salto de la fe, que es un don de Dios. Y hace falta saltar porque el hilo de nuestra lógica nos tiene atados a un espacio pequeño, el espacio que alcanzan nuestros sentidos y nuestra racionalidad; para llegar más allá hace falta saltar.
La resurrección de Jesucristo es el acontecimiento fundamental, es el suceso central, la obra de Dios por excelencia, que da sustento a todo lo que Jesús ha enseñado. San Pablo dirá que si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana. Si la resurrección no fuera un hecho real, al creer en Cristo creeríamos lo que no existe, fundaríamos nuestra existencia sobre la nada. Pero, Pablo afirma en seguida, que sí, Cristo de verdad ha resucitado.
Hay que considerar también otras riquezas contenidas en estas apariciones: principalmente los dones que Jesús viene a entregar a la Iglesia, y los entrega a la Iglesia depositándolos en los apóstoles: son tres dones principalmente explícitos en esta aparición: La Paz, que deriva de la salvación: es la Paz con Dios, en primer lugar, la paz que había sido rota en el Paraíso por el pecado de Adán: la paz que debemos establecer interiormente y que debemos comunicar.
El segundo don que Cristo les entrega a los apóstoles es su propia misión; El ya ha cumplido la tarea, ha fundado todo, y le ha puesto cimientos: la Iglesia ahora debe ser la continuadora de la obra de Cristo.
Y finalmente les regala el don del Espíritu Santo. Que es la nueva fuerza de que estarán invadidos todos los creyentes, individualmente y sobre todo reunidos en comunidad. Claro que es más que un don, porque es el Espíritu de Dios. Y este Espíritu se manifiesta por el perdón de los pecados: los pecados pueden ser perdonados (quitados de raíz) porque es el Espíritu de Dios el que actúa cuando los apóstoles y sus sucesores dicen: “tus pecados quedan perdonados”. El don del Espíritu vendrá sobre los apóstoles en plenitud el día de Pentecostés, pero ya Jesús resucitado les da un anticipo. Este Espíritu, que es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad es el gran don que Cristo ha ido prometiendo a los apóstoles en su despedida: El les revelará todo; y es tan importante para los apóstoles, que hasta hace conveniente que Cristo marche de este mundo al Padre. Este Espíritu es la fuerza purificadora que nos limpiará de nuestros pecados.