Juan 9, 1-41
San Juan narra en estos versículos la curación del ciego de nacimiento. Y como en todos los milagros de Jesús que él narra, extrae una lección; es el estilo evangélico de San Juan. Los milagros son el marco en que se desarrolla una importante enseñanza de Jesús. Lo importante en San Juan es la enseñanza, más que el prodigio.
Ya desde el principio de la narración se manifiesta la intención del Evangelista al escoger este milagro: ante el ciego los apóstoles hacen una pregunta a Jesús: ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciese ciego? (esta pregunta correspondía a las creencias que entonces tenían en Israel), y Jesús responde (con esto empieza a manifestarse la intención de este signo): No pecó él, ni pecaron sus padres, sino que todo esto es para que se manifieste la gloria de Dios. Aquí está dando el sentido de todo el milagro, y de todos los milagros. El milagro lo hace Jesús para que se manifieste la gloria de Dios.
Y en el milagro, tanto por parte de Jesús, como por parte del ciego, y de alguna forma por los fariseos críticos del milagro, se señalan tres conceptos: la luz, la fe y la ceguera. Esta es la enseñanza más específica de esta curación milagrosa. Sorprendente; pero que pretende cuestionar a esos que se consideraban sabios en Israel, y a los que Jesús califica de “ciegos, guías de ciegos”.
Jesús es la luz del mundo. Es una afirmación fundamental. Y esto quiere decir que en El todo tiene su sentido, que con su luz todo adquiere vida; que sin El no se comprende la vida, el mundo, ni nada de lo que sucede. Que El es la luz para los ojos, y que quien no lo acepta está en tinieblas. Un mundo sin Jesús, es una cueva oscura. Muchos podrían pensar que esta es una afirmación exagerada; es una pena que haya muchos a los que la luz de la fe no les haya llegado, y por eso no aceptan esa afirmación de Jesús.
El ciego, con ceguera de los ojos corporales, va a sufrir dos curaciones: la curación de la ceguera corporal, y la iluminación de la fe, que es la meta final de la curación corporal. Es un hombre que se deja iluminar, que no pone resistencia a la luz, y que al final ya iluminado hace una estupenda afirmación de fe, cuando Jesús le pregunta si cree en el Hijo del Hombre: “Creo, Señor”, y se postró de rodillas.
Por contraste están los fariseos, que no tenían ceguera corporal, pero que tenían una tremenda ceguera espiritual, y por lo que parece es una ceguera sin curación posible, porque ellos no querían ver. No quieren aceptar la evidencia que se desprende del milagro, y para oponerse a la evidencia ponen razones, que el ciego ignorante (así lo califican ellos) descubre como inconsistentes, y sin fuerza. Son como alguien que para negar la existencia del sol se tapase fuertemente los ojos con las dos manos.
De nuevo estamos en el proceso de la cuaresma, que nos conduce a la luz de la Pascua que es Cristo; ya con este milagro se nos adelanta el momento maravilloso en que Jesús resucitado ilumina las tinieblas. Y en este proceso de conversión, se nos pide que pasemos de las tinieblas a la luz. Significa abrirse a la fe, rendirse ante la luz, y no anteponer nuestras razones y prejuicios (como hacen los fariseos ante la evidencia de la curación del ciego) a la enseñanza de Jesús.
Creer en Jesucristo resucitado es el acto fundamental de la fe cristiana; por eso dirá San Pablo: “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”. La actitud del ciego nos enseña lo que significa este acto de fe; confiesa diciendo: creo, Señor, y además adora, se postra en tierra. Es el sometimiento a la verdad de Dios, lo que nos pide la fe. Es la enseñanza básica de este milagro: aceptar la luz de Cristo, para no estar ciegos.