La alegría que viene de afuera, la que alegra la mesa.
(Lc 14, 1.7-14) Jesús llega a la casa de un fariseo y los comensales observan lo que él comienza a hacer. De la misma manera, él veía lo que ellos hacían. Se trata entonces de un juego de acciones y miradas como preámbulo para la pedagogía de Dios. Jesús predica luego de observar lo cotidiano, la vida de los hombres y mujeres que lo rodean. Por eso, sus palabras están preñadas de realismo y abren horizontes que permiten ver siempre más allá de toda lógica y toda seguridad.
La parábola del Reino es esta vez un banquete de bodas. La alegría debe ser la característica principal. Sin embargo, el “problema” no lo genera quienes invitan, los que ofrecen la comida, sino los invitados, que más que venir a celebrar, se pone en evidencia algunas otras razones: ocupar puestos importantes para ser vistos. Ellos y nosotros estamos llenos de estos signos de aparente atracción y de engañoso camino a la felicidad y la realización. Jesús nos advierte y nos dice que estemos atentos y precavidos a no dejarnos orientar por la vanidad que nos lleva hacia los primeros puestos, hacia la fragilidad del éxito impulsado por el egoísmo y la autorreferencia. Somos invitados a un banquete y no es justo distraernos de esta invitación. Llegamos para compartir la comida, las risas, las alegrías, la vida. La pretensión nos distrae del vivir.
La invitación al banquete es un modo de decir que todos somos dignos de la misma mesa y del mismo alimento. Sin embargo, Jesús no habla de la igualdad entre todos sino del “último puesto”. Desde “el último puesto” se ve quien llega al final, desde allí hay mayor movilidad para atender y servir, y desde allí podemos captar mejor la verdad de cada uno. Cuando las Escrituras se leen desde y con los últimos se entiende mejor, se vive mejor y se realiza mejor.
Pero Jesús no se queda satisfecho con esta primera constatación. Él quiere educar nuestro corazón y nuestros afectos para transformarlos en semilla del Reino del Padre. Ahora, el maestro propone invitar no a aquellos y aquellas que satisfacen nuestras necesidades y que nos conocen bien; los invitados deben ser aquellos que necesitan de nosotros, que no sabemos quienes son, pero si tenemos casa y mesa, debemos conocerlos. La lógica de Jesús es de arriba hacia abajo (encarnación) y de encuentro con todos/as (cruz) para alegrarnos en la mesa compartida (Resurrección). Una lógica que rompe todo sistema porque va más allá de nuestras relaciones “justas y recíprocas”.
La alegría que produce la retribución es buena pero Jesús nos invita a una alegría mayor: “Invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos”, ellos no te retribuyen en invitaciones pero si en sincera felicidad: “y serás feliz” (v 14). Y así los presenta Jesús, en perfecto paralelismo con “amigos, hermanos, parientes y vecinos ricos” (v 12). La retribución del amor se llama compartir y la justicia de Dios es el dar. La alegría del compartir gratuito, la que viene de fuera, esa es la que perdura, la que crece, la que contagia.