Estamos en el cuarto domingo de este hermoso tiempo del Adviento. Y la Liturgia nos trae para meditar el pasaje evangélico de la Visita de la Virgen María a su prima Santa Isabel. Y es que la Virgen es el mejor símbolo del Adviento: ella fue la que vivió el primer adviento, y se preparó de verdad al Nacimiento de su Hijo. Ella puede darnos un especial mensaje de Adviento.
El hecho lo conocemos bien: María, ya está empezando su maternidad, y recorre un largo camino para servir a su prima Isabel, una anciana que está encinta y que necesita que le ayuden. Alguien la necesita y María no duda, allí va a estar. Pero en todo esto hay más que una ayuda material, la ayuda que puede proporcionar una buena compañía, una buena enfermera. La ayuda va más allá.
Han empezado los tiempos del Mesías, y hay que realizar la primera obra, poner la primera piedra del edificio de la Salvación. Y es María la que tiene que realizar ese comienzo, portando a Jesús en su seno. El es finalmente el que va a obrar. Y María será su compañía. El mensaje va a empezar, todavía con preparativos, pero al fin lo prometido por Dios va a llegar a la plenitud.
Juan el Bautista, el Precursor (el prólogo de Jesús que es La Palabra), debe ser preparado, debe recibir ya el primer impulso del Espíritu. María, así, llega a casa de su prima y le envía el mensaje de saludo; ese mensaje de saludo lleva ya la fuerza inmensa de Jesús, de quien María es portadora; y por eso el saludo llena del Espíritu Santo a Santa Isabel y sobre todo al niño Juan, que salta de alegría en el seno de su madre. Alegría de Juan, que es santificado en ese momento, y que de alguna forma es ya preparado para comenzar a ser la Voz que clama en el desierto.
Este momento tan íntimo, tan familiar, y en que se encuentran estas dos primas privilegiadas por Dios, es un momento que tiene resonancias que van mucho más allá de las cuatro paredes de la casa donde esta escena tiene lugar. Se ha realizado ya el primer paso, del comienzo de la salvación. Ese Espíritu Santo, que ha actuado en María en el momento de la concepción de Jesús, se empieza a volcar en el mundo, y primero llena el corazón y la vida de Juan Bautista y de su madre Santa Isabel.
Este es uno de los frutos extraordinarios de la salvación que Jesús va a instaurar: el Espíritu Santo empieza a actuar en las personas ejecutoras del plan de Dios. El mismo Espíritu Santo que bajará sobre el Mesías en su bautismo, es el que santifica en esta escena a Juan el Bautista. Y que después se seguirá derramando en abundancia.
Pero además de todo esto, que es lo central de esta visita de María a su prima Isabel, hay que notar lo que ésta le dice a María: “Bienaventurada tú, la que has creído”. Es la primera que forma ese grupo privilegiado de los que Jesús llamará “los bienaventurados”, que son los portadores de salvación para el mundo. María, además de ser “la llena de gracia”, como le dice el ángel, es “La que ha creído”, como le dice ahora Isabel. Solamente una persona llena de gracia y de fe, podría estar asociada de la manera que lo estuvo María a la obra de la Salvación.
¿Y cómo es la fe de María? A veces se entiende la fe de forma un tanto restringida, como la respuesta de nuestra mente a la enseñanza del Señor; pero la fe cristiana va más allá. María es “la que ha creído” porque ha dejado que Dios entre en su vida y la tome totalmente a su servicio. La fe es la entrega de una persona que le da a Dios todo lo que él es, para que el Señor disponga a su manera. María le da enteramente su vida a Dios, por eso es “la que ha creído” y le da su vida sin condiciones: aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. En eso consiste la fe de María, en la entrega total de su existencia a Dios, para que El la utilice en la realización de sus planes. Y para eso ha tenido que renunciar a sus proyectos personales, cuando dice “¿cómo será esto pues no conozco varón?’” María tenía sus propios planes; y ahora todo lo pone en manos de Dios, para que El haga y deshaga. Es la aceptación de que Dios tome su vida entera y se apodere de ella. Esa es la fe de María, la de quien le permite a Dios la invasión total, sin límites y sin condiciones; es lo que Ella expresa cuando dice: “aquí está la esclava del Señor”. Por eso es la “BIENAVENTURADA” porque ha creído.