Marcos 13, 24-32
Estos discursos sobre el fin del mundo, que también los hay en el evangelio de San Mateo y de San Lucas, producen una cierta curiosidad que llega a la fascinación: parecería que quieren describir el espectáculo de la catástrofe cósmica. Algo parecido ocurre con el Apocalipsis. Y en todos los casos, eso de la catástrofe cósmica es sencillamente una mala interpretación de los textos sagrados, por fijarnos más en los símbolos que en el mensaje.
¿Y cuál es el mensaje de estos textos, y en particular en el de San Marcos que hoy leemos? Este párrafo del Evangelio de San Marcos pretende darnos una lección sobre el sentido de la historia humana: la Historia Humana es una Historia de Salvación. Y ésta es la única perspectiva apropiada para interpretar la historia de los pueblos y nuestra propia historia.
Lo mismo que el origen del mundo hay que interpretarlo correctamente desde la lección que nos da el Génesis, así el final del mundo hay que interpretarlo desde esta lección contenida en el discurso que nos narra San Marcos. En el comienzo del mundo está la Presencia de Dios, que se cernía sobre las aguas, y enseguida se escucha su voz creadora. Es el verdadero sentido del origen del mundo. La Biblia narra todo esto a través de los siete días de la creación. Pero los hechos científicos que ocurren cuando Dios da el impulso creador son: el big bang y la evolución consiguiente. Pero estos hechos científicos innegables son sólo los acontecimientos: pero su sentido profundo son las palabras del Génesis: que Dios existía desde siempre y que se decidió a crear con sólo su poder.
Lo mismo pasa con el fin del mundo: la catástrofe cósmica (que puede ser sólo un símbolo) es el hecho: la venida del Hijo del Hombre es su sentido. Es la glorificación final del Hijo, y el Juicio final de los Hombres y de las Naciones.
Así la historia del mundo es una historia de amor de Dios con el mundo, que empieza con la Creación y termina en la Glorificación de Jesús. Y toda la suma de hechos y acontecimientos entre estos dos extremos, son pasos dados en esta dirección. Y así adquieren su verdadera significación. Los hechos de la historia humana, desde los primeros hasta los últimos son como las cuentas de un rosario, que deben estar unidos para que sean un rosario, si no, serían simples cuentas dispersas. La presencia de Dios en estos hechos de nuestra historia, desde el principio hasta el fin, es lo que da sentido a esa historia La historia es la marcha de la humanidad desde la creación hasta esa manifestación gloriosa de Jesucristo, donde todo será juzgado por Dios. Y allí todos seremos convocados: todo lo que pasó en el mundo tendrá su juicio.
Muchas veces pensamos la historia humana, como si fuera cosa sólo de los hombres; y es una forma de verla, pero es una forma incompleta. La vemos como una suma de sucesos, de guerras, de países, de construcciones, de civilizaciones que surgen y desaparecen. Y como resultado de todo ello, y como huellas de todo lo que ha pasado, las ruinas, las obras de arte, los monumentos del pasado. Y frecuentemente sólo entendemos así la Historia como un relato de hechos humanos. Y este párrafo del Evangelio que estamos meditando nos ilumina para que entendamos esta Historia como un camino, que se desarrolla por todas las etapas que se han vivido, por las que se viven en la actualidad y por las que se vivirán en el futuro; un camino que tiene a Dios como su principio y tiene a Dios como su término.
No sólo la Historia de la humanidad tiene ese sentido; también la nuestra, la de cada uno: es una suma de acontecimientos que tienen a Dios en su comienzo y a Dios también en su término.
Vista así la historia (la de la humanidad en general y la nuestra en particular), nos da un mensaje: hay que estar preparados y confiar. Dos mensajes: la preparación y la esperanza. Hay que estar preparados, y hay que saber dirigirse hacia ese acontecimiento final, con la alegría del encuentro con Dios. La preparación, con una vida recta y pura a la que Cristo nos impulsa, debe ser permanente, porque no sabemos el día ni la hora. Esa incertidumbre del momento, nos incita a estar preparados siempre. No podemos ser descuidados, porque el hecho final (especialmente el personal), puede darse cuando menos lo pensemos. Jesús lo que quiere es que estemos todos los días, cada día, como nos gustaría que nos encuentrara el momento final.
Y además de esta actitud de preparación, nos abre a la esperanza. Tener en el corazón una firme convicción, nacida de la certeza de lo que va a venir. Es verdad, que yo no sé cuándo va a ocurrir, pero si sé cierto lo que va a ocurrir. Ese juicio final, esa glorificación del Hijo del Hombre, esa convocatoria al juicio, hecha para todos los hombres, eso es algo real, y hacia lo que se encamina mi vida. Cuando se tiene ante la vista cuál es el fin hacia el cual caminamos, sabremos caminar mejor. La esperanza nos mantiene alerta y nos ayuda a saber por dónde caminar, para llegar adecuadamente al punto de la cita con Dios.
Esto por otra parte es lo más real de la vida, del fin y de la historia. No tener presente esta perspectiva es perdernos en los detalles, que por importantes que nos parezcan, en comparación de esta visión, no serían más que pequeños detalles.