Marcos 6, 1-6
Este párrafo de San Marcos narra más que un episodio, manifiesta una situación constante en la vida del Señor y es la resistencia de tantos ante su persona y su predicación; y con frecuencia no sólo el rechazo sino la hostilidad abierta. Aquí es rechazado en su propia tierra, por los suyos. Los rechazos de Jesús son continuos en toda su vida. Ya había anunciado lo mismo el Evangelista San Juan, cuando escribió en los primeros versículos de su Evangelio: «vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron» (Jn. 1, 11).
Toda la historia de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte, y después incluso hasta nuestros días, se podría describir como un drama que se entabla entre el rechazo y la aceptación: algunos lo aceptan, muchos lo rechazan. Ya desde que los magos se presentaron a Herodes, sucedió esto mismo: los extraños, los magos venidos del Oriente, lo aceptan; Herodes, su connacional lo rechaza hasta la muerte. Cuando predique, algunos de sus propios parientes le dirán endemoniado, otros rechazarán el que pueda perdonar, las autoridades religiosas le dirán que continuamente está violando los mandamientos de Dios. Incluso ante los milagros más patentes, los sabios reaccionarán en contra, para no aceptar lo evidente, e inventarán una explicación absurda de los milagros: que los realiza por el poder del demonio.
Y es que en verdad no era fácil aceptar a Jesús: su Encarnación lo acercó a nosotros hasta hacerlo uno de los nuestros, pero para muchos quizá se puso demasiado cerca. Parecería que a los hombres nos asusta el que Dios esté tan cerca. El hecho mismo de ponerse a nuestro nivel se convierte en dificultad: ¿cómo aceptar que un hombre, como cualquiera, que comía y caminaba, que no tenía poder aparentemente, iba a ser aceptado como Hijo de Dios? Eso constituye una fuerte dificultad.
Pero no es eso sólo: es también muy difícil lo que predica ¿cómo aceptar su doctrina? Cuando predica la humildad, cuando pone la bienaventuranza en la pobreza, cuando dice que hay que amar a los enemigos, y que los últimos serán los primeros. Y tantas otras «originalidades» de su doctrina, que producían a veces sorpresa, muchas veces rechazo y hasta indignación. No era fácil aceptar un Salvador que viene sin poder, que nace en un lugar sin importancia, que busca a gente sin cultura y sin influencias. Fue sobre todo chocante que realizara la salvación de la humanidad en el fracaso de la cruz.
Hoy día sucede lo mismo que durante la vida de Jesús: muchos lo rechazan, porque intelectualmente su doctrina, y todo lo que lo rodea, es contradictorio con las altas elucubraciones de mentes que se creen superiores: ¡qué ironía que la razón humana, quiera ponerse por encima de la Sabiduría de Dios y que fracase tan estrepitosamente ante la sublime VERDAD!.
Lo rechazan los cómodos, que piensan que el destino de la vida es el goce, y confunden la calidad de la vida del ser humano con el placer: como si el hombre no tuviera algo más que sentidos corporales.
Lo rechazan los orgullosos, que se han convertido a sí mismos en regla suprema del saber, en regla suprema para juzgar el bien y el mal: y hace falta ser miopes para medir toda la realidad con la medida pequeña del propio ser tan pequeño, y tan pobre. Evidentemente que tenemos que ver todo desde nuestro pequeño punto de vista, y no hay otro punto de referencia: pero conociéndonos tan limitados (si es que de veras nos conocemos), al menos podríamos sospechar que nuestro punto de vista es incapaz de alcanzar lo supremo y lo infinito.
Y lo rechazan finalmente los cobardes, que prefieren no enfrentarse al problema, y que han hecho de su vida un camino de continua evasión: sólo tienen tiempo para lo frívolo y lo superficial.
Nos cuesta aceptar a Jesús a todos nosotros. ¿Y por qué? Por una razón sencilla: que El quiere todo de nosotros; si le damos entrada El querrá entrar totalmente en nuestra vida. Aceptar a Jesús es convertirlo en lo supremo y en el Todo. Querrá que todo nuestro amor sea El, que toda nuestra vida sea El. El no aceptará ser el primero, quiere ser el único. No un objeto más en nuestra colección de objetos; nos dice: no pueden servir a Dios y al dinero. La donación que Dios nos pide encuentra resistencias en nuestro corazón.
Y sin embargo en aceptarlo está nuestra salvación, y hasta que no lo aceptemos estaremos insatisfechos e incompletos. Como lo decía san Agustín: «nos hiciste, Señor, para ti; e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti».