(Marcos 10, 35-45)
En su camino a Jerusalén, donde va a ser entregado, Jesús instruye a sus discípulos sobre la fidelidad en el matrimonio y sobre el uso adecuado de la riqueza. A continuación les habla del poder, que es quizá la más intensa y ardiente pasión de los seres humanos. Quiere fortalecerlos para que al verlo caer en manos de los poderosos, no se desilusionen de Él. Pero los discípulos no entienden y, sin importarles las enseñanzas de su Maestro, se ponen disputar entre sí sobre los primeros puestos en el grupo.
El tema del poder acompañó a Jesús a lo largo de su vida. Ya al comienzo de su actividad pública, el diablo lo tentó, ofreciéndole una forma de poder sobre las naciones, que significaba un modelo de salvador-mesías opuesto a los planes de Dios.
Después, pudiendo Jesús ubicarse en las esferas del poder, optó por mantenerse alejado de los poderosos, que defraudaban la confianza de la gente, oprimían a los débiles, transmitían falsas imágenes de Dios y se enriquecían con la religión. Sus mismos discípulos pretendieron disuadirlo del tipo de mesías con el que se identificaba, algunos esperaban que empleara la violencia para instaurar el reino de Dios, y todos se oponían a su idea de ir a Jerusalén, adonde podía acabar mal.
Pero Jesús no dio marcha atrás y los exhortó más bien a buscar la verdadera grandeza que se obtiene en el servicio: el que quiera ser el primero, ha de ser el último y el servidor de los demás, les dijo (9,35).
Al igual que Pedro, los discípulos no pensaban como Dios, sino como los hombres. Obraban en ellos las motivaciones de búsqueda de poder, honor y dominio. Santiago y Juan, poniendo de manifiesto lo que todos los del grupo sienten, hacen ver que no quieren ir detrás como correspondía al discípulo que seguía a su Maestro, sino delante de todos, en los puestos de mayor importancia.
Jesús tiene que explicarles en qué consiste la verdadera grandeza a la que deben de aspirar. ¿Pueden beber el cáliz de amargura que yo voy a beber o pasar por el bautismo por el que yo voy a pasar?, les pregunta. Beber el cáliz significa comulgar con Él, identificarse con Él hasta participar de su mismo destino en un servicio a los demás hasta la muerte. El bautismo por el que tiene que pasar significa hundirse en el abismo del sufrimiento, el pecado y la muerte de sus hermanos, movido por el amor que lo lleva a dar la vida por ellos.
Los otros discípulos, al ver el proceder de Juan y Santiago, se molestan porque sienten amenazadas sus propias ambiciones. Jesús, entonces, profundiza en su enseñanza. Les hace ver lo que sucede en las naciones cuando los que gobiernan ejercen el poder oprimiendo al pueblo. Y proclama tajantemente: ¡No debe ser así entre ustedes! Esto es lo que deben evitar.
Honores, prestigio, poder, obtenidos oprimiendo a la gente, es lo más contradictorio y nefasto que puede haber en la comunidad de hermanos que Él quiere fundar. Y este principio vale para todos, pequeños y grandes, y también para la Iglesia, que no puede dejar de confrontarse con Él si no quiere reproducir –en sus instituciones, en sus representantes y en los cristianos comunes– lo que ocurre en cualquier institución mundana.
La enseñanza de Jesús culmina en la frase: El Hijo del Hombre no ha venido para que lo sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos. Tenemos aquí la clave para entender quién es Jesús y cuáles eran las motivaciones que orientaban su vida. Ésta es también la razón de fondo que lleva a los cristianos a concebir la vida como servicio, como don recíproco de vida, entre hermanos y hermanas, hijos e hijas de un mismo Padre. Sólo en esta perspectiva encuentra la persona humana la verdad de su ser y la verdad de Dios, tal como Jesús nos la ha revelado. Sólo así la persona se relaciona con Dios por medio de la fe verdadera que se demuestra amando y sirviendo a los demás.
La búsqueda del poder ha sido siempre causa de división en los grupos humanos y también en la Iglesia desde sus orígenes. La ambición, el ejercicio abusivo de la autoridad y, en general, las diversas formas de carrerismo con las que los hombres buscan destacar por encima de los demás, sigue siendo un tema actual en la Iglesia y en la vida de los cristianos.
Pero el hecho es que tarde o temprano a todos nos toca asumir alguna forma de poder, en la medida en que nos corresponde ejercer alguna función de autoridad, dirigir a otros, tomar decisiones, ya sea en el campo político, empresarial, familiar o en cualquier organización a la que pertenezcamos. Frente a esto, el evangelio es claro: hay dos formas diametralmente opuestas de ejercer el poder: la que aplica la jerarquía de valores de éxito y dominio según el mundo y la que se guía por el valor supremo del servicio a los demás, a ejemplo de Jesús.
P. Carlos Cardó, SJ