Marcos, 9, 1-9
Puede parecer sorprendente que en este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos ponga para este segundo domingo la lectura del pasaje de la Transfiguración, según San Marcos. La Transfiguración nos parece un momento de gloria, y la cuaresma es un tiempo de desierto y de conversión. Pero si se mira bien, la Transfiguración es otra forma de exponernos lo que debe ser la conversión cristiana. Podríamos afirmar que la Transfiguración nos presenta la conversión de nuestros ideales.
La figura de Cristo en esta escena aparece de forma diferente de la que Él muestra en toda su vida terrena; siempre había sido tan normal, tan natural, sin querer sobresalir, incluso aquejado de las pequeñas miserias humanas, como el hambre, la sed, el sueño, el cansancio. Y ahora el mismo Jesús se presenta como un maravilloso prodigio de luz.
Podríamos también tomar esta figura de Cristo transfigurado como la síntesis de todo el Evangelio. El viene para ser la luz y nos enseña lo que también nosotros debemos ser. Esto ocurre en lo alto del monte porque no se esconde una luz, sino se pone en lo alto. Todo el mensaje del Evangelio es la luz que, de palabra, nos fue comunicando Jesucristo: todo el sermón del monte, el sermón de las bienaventuranzas es su Luz. Ahora en el Tabor (otro monte) Jesús mismo, convertido en luz, es el mensaje.
La Transfiguración a nosotros nos muestra cuál es la meta de nuestros esfuerzos, qué significa la verdadera conversión cristiana. Llegar a ser luminosos. No simples cumplidores de la ley.
En la transfiguración se subrayan especialmente estos aspectos de la luminosidad: sus vestidos resplandecían de blanco, y El mismo era resplandeciente como el sol. En el A.T. encontramos también un hecho con alguna semejanza: Moisés, cuando baja del Sinaí, después de estar cara a cara con Dios, tenía el rostro resplandeciente. Cuando él trasmite la bendición de Dios a los israelitas les dice: “que Dios ilumine su rostro sobre vosotros”.
En las recomendaciones de conducta que Jesús nos da a los cristianos figura que de tal manera brille nuestra luz delante de los hombres, que ellos den gloria al Padre.
Nosotros apreciamos la luz y huimos de la oscuridad. La luz hace hermosas todas las cosas, que no lucen de igual forma cuando caen las sombras. La luz es una de las criaturas más bellas de Dios; fue de hecho la primera en ser creada.
Eso es lo que nos manifiesta la transfiguración: nos manifiesta el ser interior de Jesús, su luz hermosa. Y a nosotros nos dice que seamos luz, que nuestra alma y nuestra conducta sean luminosas. Pasar del pecado al cumplimiento de los mandamientos, es un primer paso; pero no basta: hay que pasar de los mandamientos, a ser luz. Y esto se logra cuando damos belleza a todo lo que somos: convertir la bondad en esplendor, convertir la verdad en luz. Convertirse en luz, es una forma de expresar la meta del cristiano.
Nuestro ser está destinado a irradiar, necesitamos ser brillantes (en el sentido de que vengo hablando), si no, seremos personas que no logran la meta a la que han sido llamadas. Cuando nuestro interior se va convirtiendo en energía que irradia, nos pasa lo que al sol, con la diferencia de que el sol, se va gastando poco a poco al irradiar, mientras que nosotros no nos gastamos nunca al ser luminosos.
Se trata de que en el cumplimiento de nuestra vocación cristiana vayamos más allá de la simple obediencia a la ley, y encontremos en ella el amor; que penetremos tanto en la voluntad de Dios, que descubramos su belleza y su armonía.
Estamos destinados a ser estrellas que irradien su luz y su belleza, no nos contentemos con menos. Y ese es el destino del ser humano.
P. Adolfo Franco, SJ