(Mc 13, 33-37)
Hoy comenzamos el Adviento. Junto con la Pascua, es uno de los tiempos más bellos de la liturgia. En él nos preparamos para la venida del Salvador. La liturgia se llena de oraciones, textos y símbolos de esperanza.
Tres personajes ocupan puesto protagónico en el escenario del Adviento: el profeta Isaías, que guía a su pueblo con la esperanza de un Mesías libertador; Juan Bautista, que lo proclama ya próximo y lo señala entre los hombres; y María, que lo concibe en su seno por obra del Espíritu Santo y espera su nacimiento con inefable amor de madre. Los tres nos enseñan a esperar, a convertirnos y preparar los caminos del Señor.
De manera inmediata, el Adviento nos prepara a celebrar con alegría el nacimiento de Jesús. Pero también nos recuerda que el Señor “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin”. Entre su primera venida en nuestra carne y su segunda venida en gloria, transcurre el tiempo de nuestra espera que es también tiempo de sus incesantes venidas, porque el Señor no deja de venir a nosotros en la Iglesia, en la Eucaristía, en su Palabra, en los hermanos.
Se abre el tiempo de Adviento con una plegaria de Isaías (Is 63,16b-17.19b. 64, 2b-8), el profeta de la esperanza. Su pueblo ha salido del destierro en Babilonia y ha llegado con enorme ilusión a Jerusalén, pero la ha encontrado reducida a escombros, arrasada. En ese contexto la plegaria del profeta expresa como un grito el ansia de su pueblo de sentir de nuevo el favor de su Dios: ¡Vuélvete!, ¡Ah, si rompieses los cielos y descendieses!…Tú aceptas a los que practican la justicia y no se olvidan de tus preceptos. Tú, Señor, eres nuestro padre. Nosotros somos la arcilla, y tú, el alfarero, somos obra de tus manos. Mira que somos tu pueblo.
Sólo la esperanza en el Señor puede convertir la reconstrucción de la ciudad destruida en una nueva creación. La presencia del Señor, otra vez en medio de su pueblo como padre misericordioso, va a modelar un hombre nuevo para una nueva Jerusalén.
En la segunda lectura (1 Cor 1, 3-9), Pablo después de dar gracias por los dones espirituales que ha recibido la comunidad de Corinto, les hace ver que deben acompañar esos favores con un testimonio de Cristo en su vida personal y en sus relaciones mutuas. Según el apóstol, así es como los cristianos esperan adecuadamente la manifestación futura o parusía del Señor (cf. 1Cor 3,13; 5,5; 2Cor 1,14; 1Tes 5,2).
La esperanza, lejos de hacer huir de la realidad cotidiana, mueve a hacer presente en ella la presencia del Crucificado y Resucitado, forjando la unión fraterna con la que nos unimos a Cristo, realizamos nuestra vocación cristiana y nos mantenemos irreprensibles hasta el día del Señor.
El evangelio de hoy corresponde al final del capítulo 13 de Marcos, que se inicia con el anuncio de la destrucción del templo y el fin del mundo. Ante el asombro de los discípulos por la grandiosidad del templo (Maestro, ¡mira qué piedras y qué construcciones tan grandes!, 13, 1) Jesús anuncia su ruina: No quedará piedra sobre piedra (13, 2). Estas palabras provocan preguntas sobre el cuándo ocurrirá eso y cuál será la señal de que todo eso está por cumplirse (13,4). Jesús habla primero de las señales de su venida gloriosa: que nadie los engañe, habrá persecuciones, pero el Espíritu estará con ustedes. Anuncia la venida del Hijo del hombre y la ruina de Jerusalén.
El cuándo sólo lo sabe el Padre.
Luego Jesús exhorta a la vigilancia: Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor. Responde a las preguntas sobre el cuándo será el fin del mundo, haciendo ver que el cuándo es siempre, el tiempo de lo cotidiano; porque es allí donde se realiza el juicio de Dios. En nuestra vida diaria se decide nuestro destino en términos de salvación o perdición, estar con el Señor o apartarnos de Él. Lo que ahora se siembra será lo que se coseche.
El evangelio de hoy nos despierta, nos hace atentos al momento decisivo de la venida del Señor; cada instante puede serlo. Y para que esto quede bien asentado, se añade la parábola del hombre que se va de viaje, y encarga vigilancia a sus criados no sea que llegue de improviso y los encuentre dormidos (v. 36).
No cabe hacer cálculos, sino estar en vigilancia responsable. No miedo, pero tampoco pasividad y olvido; no huida de la realidad, sino esfuerzo por hacer visible el Reino de Dios. Conviene recordar en fin que vigilancia en el Nuevo Testamento es oración (Lc 21,36; Ef 6,18; Col 4, 2), sobriedad y resistencia al mal (Ef 6, 10-20; 1Pe 5, 8; Rm 13, 11-14), fe y amor (1Tes 5,8; 2Tes 3,13).
P. Carlos Cardó, SJ