Lc 16, 19-31 El evangelio de hoy prosigue con el tema del domingo pasado sobre el uso que se debe dar a los bienes de este mundo. Despilfarrar el dinero, sin pensar en el bien común y en contribuir a remediar las necesidades de los prójimos, es obrar de manera egoísta e injusta. Así procedía el rico de la parábola, que banqueteaba espléndidamente, sin importarle la suerte del pobre que estaba a su lado. Llega el día en que ambos personajes se encuentran ante la realidad ineludible de la muerte, y sus destinos cambian radicalmente: el pobre es llevado al “seno de Abraham”, el cielo, mientras el rico va a caer en el infierno, que la imaginación judía describía como un lugar de llamas y tormentos.

Conviene entender bien la parábola. Su mensaje no es que los pobres que sufren en este mundo tendrán después sus gozos en el cielo; lo que se subraya no es la suerte del pobre, sino la condena del rico. Por otra parte, la parábola no presenta a los dos personajes desde un punto de vista moralista. No dice que el rico haya sido un inmoral, ni que el pobre fuera un creyente piadoso. No cabe, pues, la conclusión maniquea de que los ricos por ser ricos son malos y los pobres por ser pobres son buenos. La razón precisa por la que el rico de la parábola echa a perder su vida es por haberse mostrado indiferente a la necesidad de un pobre que estaba tendido junto a la puerta de su casa. Lo que se condena, por tanto, no es la riqueza en sí misma, sino la forma egoísta en que se la utilizó. Y en esto la parábola insiste gráficamente, detallando el modo de proceder del rico, que lo conduce a la perdición: dedicado a sus placeres, a vestir lujosamente  y a comer deliciosamente con sus amigos, se ha hecho incapaz de advertir la necesidad del pobre que está a su lado. Olvida, por tanto, el mandamiento principal de la ley: el amor al prójimo. Y es precisamente en esta dirección, en la que el evangelista saca de la parábola de Jesús la enseñanza debida.

El rico llama a Abraham “padre” (v. 24.27.30), lo cual hace suponer que era un hebreo creyente. Pero ser miembro del pueblo elegido no basta para alcanzar la salvación. El rico pide a Abraham que el pobre Lázaro venga a mojarle con agua para refrescarlo. La respuesta de Abraham es tajante. La comunicación era posible en la tierra, ahora ya no. El momento para la generosidad y la solidaridad con los pobres es el hoy de cada día.

El rico pide luego que Lázaro vaya a casa de su padre a advertir a “sus cinco hermanos” para que no caigan también ellos en ese lugar de tormento. Pero esos “cinco hermanos”, ricos como él, eran el círculo cerrado en que había vivido y por eso nunca trató al pobre  como un “hermano”. Su riqueza le impidió comprender que todos los seres humanos, sobre todo los más pobres como Lázaro, eran sus hermanos. Además, no se puede llamar padre a Abraham si no se trata como hermano al pobre que está a la puerta de casa. La respuesta de Abraham es clara: “Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen” (v. 29). Es el único camino a seguir. No se trata de cosas extraordinarias, como ver a un muerto, sino de escuchar la palabra de Dios.

De la parábola se desprende, además, una enseñanza importante: que las decisiones y opciones que tomemos aquí en la tierra, van conformando una unidad y tienen sus repercusiones después de la muerte. Con nuestras decisiones vamos dando unidad y sentido a nuestra vida personal. El rico de la parábola decide llevar un estilo de vida, que lo lleva a tratar a los demás de una manera determinada. Su persona queda marcada por su estilo de vida y eso le trae consecuencias que van más allá de la muerte, porque la persona es una unidad, antes y después de la muerte.

Para el creyente, la dirección y el sentido de la vida se encuentra en la escucha y puesta en práctica de la palabra de Dios, en la asimilación y puesta en práctica de los valores del evangelio. No querer saber nada de esa palabra y vivir en contradicción con esos valores, como hace el rico de la parábola, es echar a perder la vida.

Dice un autor: «La persona que, olvidada de sí puede entregarse, esta persona es pobre en espíritu y es humana por antonomasia. Porque «estar preocupado por sí mismo es destruirse, olvidarse de sí mismo en este mundo es conservarse para una vida definitiva» (Jn 12,25). Darse, gastarse, ser pobre significa bíblica y teológicamente vivir de Dios y para Dios; significa cielo. En cambio, quedarse en sí, servirse y guardarse para sí mismo significa el infierno. Al final, el hombre desesperado reconoce que el tabernáculo de su propio yo, al que ha adorado durante toda su vida, está vacío y sin promesa, ya que la persona sólo puede encontrarse a sí misma, humanizarse, a través de la pobreza de un corazón entregado a Dios» (Johannes B. Metz).