Marta y María
(Lc 10, 38-42)En la parábola del domingo pasado vimos cómo Jesús se identificó con el Samaritano que tuvo compasión del hombre caído en el camino y le buscó una posada. En el camino hacia Jerusalén, el Buen Samaritano busca alojamiento en casa de dos mujeres, Marta y María. Ahora hay una casa que le aloja. El que enseña a acoger, ahora es acogido.
Poco sabemos de estas dos mujeres que lo reciben: sólo que son las hermanas de Lázaro (cf. Jn 11, 1-5). María podría ser la mujer que, en Betania, ungió al Señor antes de su pasión (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13). Y algunos comentaristas creen que es la misma mujer que –según Lc 7, 36ss– se acercó a Jesús con un vaso de alabastro lleno de un perfume precioso que derramó sobre sus pies.
Marta critica a su hermana porque no la ayuda en los trabajos materiales, en que ella se afana para acoger a Jesús como es debido. Pero Jesús le replica, invitándola a hacer suya la actitud de María que, a sus pies, escucha con atención su palabra. Sin la palabra del Señor todo pierde su auténtico valor e incluso “sabor”.
Se ha dicho tradicionalmente que Marta representa la actividad y María la oración. Pero no hay que contraponer a Marta con María ni a la acción con la oración, hay que integrarlas. Lo que enseña el texto de Lucas es que se ha de purificar la acción por medio de la oración y escucha del Señor porque, sin esto, la acción –aunque sea buena y prolífera– puede perder orientación y convertirse en búsqueda de uno mismo. Con la oración, que nos hace escuchar la Palabra, nuestra acción se ahonda y purifica.
Pero si nos fijamos en el carácter simbólico y paradigmático que suelen tener los personajes del evangelio, podemos observar que Marta representa al viejo Israel y María a la Iglesia, el nuevo Israel. Marta se afana en muchas cosas. Israel se esfuerza por cumplir los 613 preceptos en los que los rabinos fariseos han desmenuzado la Ley mosaica. Movido por el deber, por las cosas que se deben hacer según la Ley y la conveniencia, el judaísmo fariseo había perdido el sentido de la gracia y llegado a creer que eran las obras las que hacían justo a la persona y le aseguraban, en definitiva, la salvación. María, en cambio, el nuevo Israel, supera la moral del deber y la religiosidad basada en obras exteriores, porque reconoce la visita del Señor y sabe disfrutar de su presencia. Ha aprendido que, con Jesús, viene de lo alto aquello que sólo Dios puede dar: el don por excelencia, la salvación. Por eso, se pone a los pies de Jesús, es decir, adopta la actitud del discípulo y con ello brinda a Jesús la verdadera acogida, que Marta –el viejo Israel– critica y que Jesús defiende, invitando a Marta a descubrir la excelencia del don que se le ofrece con su venida y la gratitud que ha de mostrar con su acogida y escucha.
María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán. Jesús elogia la sencilla y sincera receptividad para la escucha. Con esa disposición, la persona deja entrar en su corazón el amor, que es lo que confiere sentido a todo lo que hace por los demás. “Lo único necesario” es experimentar vitalmente el ser amado sin condiciones. Esto, y sólo esto, da al cristiano la íntima certidumbre de la que brota la calma y la quietud frente a toda circunstancia. El deber no basta. Hay que de descubrir el valor de lo gratuito. Ya los profetas lo habían intuido: “Se salvarán si se convierten y se calman; pues en la confianza y la calma esta su fuerza”, dice Isaías (30,15).
Necesitamos integración personal y calma interior porque andamos divididos y ansiosos. Los quehaceres materiales y los negocios del mundo ahogan en nosotros, como zarzas y malezas, la semilla sembrada en nuestra tierra. En medio de un mundo que se rige por los valores de la eficacia, de la rentabilidad y la competencia, uno ya no tiene tiempo para lo que, en verdad, es “lo más importante”: el sentirse querido y querer, el dialogar y compartir fraternalmente, el pasar juntos momentos en los que se rehace aquello que la vida tiene de más bello, más querido, más humano. Necesitamos la gratuidad de los momentos de silencio en medio de un mundo agitado, bullicioso e hipersensibilizado. Necesitamos parar, recogernos en nuestro interior y ponernos a los pies del Maestro cada día. Él nos recordará: Busquen, más bien, el Reino y todas las cosas se les darán por añadidura (Mt 6,33/ Lc 12,31). Dejar de escuchar la palabra del Señor, por muchas pretendidas obras buenas e importantes que se hagan, significa tanto como apartarse del reino y correr el riesgo de echarse a perder. Pensemos, pues, en lo importante que es saber integrar existencialmente el servicio a los demás con la escucha de la palabra de Jesús, sin tratar de rebajar ésta con falsos pretextos.
Dios está llamando continuamente a nuestra puerta. Lo que pasa es que no queremos oír su llamada o no sabemos cómo acogerlo. Pero hay algo que el pasaje de Marta y María hace evidente: Cuando Cristo llama a mi puerta en la forma de un hombre o una mujer que necesita mi ayuda, lo que debo hacer no puede consistir en despacharlo dándole cosas (por valiosas que sean, y que a fin de cuentas es Él mismo quien nos las da), sino ante todo hacerme consciente de que es Él quien viene a mí como un regalo en ese hermano o hermana que ha tocado a mi puerta. Quien a ustedes acoja a mí me acoge (Mt 10,40).
Homilía del P. Carlos Cardó SJ.