Estamos al final de la última cena entre Jesús y sus amigos. El maestro ha lavado los pies a sus discípulos y los invita a hacer lo mismo. Si bien Juan une diversos discursos de los Evangelios sinópticos, una lectura integral nos da luces sobre lo que ha querido transmitirnos de Jesús en estas horas finales de su vida terrestre. Nos encontramos, entonces, ante un verdadero y único testamento.
La primera parte de este diálogo, el discurso de la Gloria de Dios, se enmarca en una escena de servicio. Una característica propia de este Evangelio desde sus primeras páginas (Jn 1, 14). La Gloria de Dios no es abstracta ni lejana del contacto humano. Todo lo contrario. Recordemos la célebre y profunda expresión de San Irineo: “La Gloria de Dios es que el hombre viva”. Este camino no es fácil y Jesús lo manifiesta con estas palabras: “Ustedes no pueden ir a donde voy yo” (v. 33). Él está por experimentar la máxima expresión de amor: de la cruz a la Gloria. Y aun sus discípulos no son capaces de seguirlo. Antes, se debe caminar por el amor mutuo y experimentar el amor capaz de soportar la cruz.
El maestro se aleja temporalmente; Su ausencia duele para todos aquellos que lo han conocido y han puesto su esperanza en él (Lc 24, 21). Por eso deja un mandamiento nuevo. Un mandamiento que no es ley en el sentido estricto de la palabra, sino presencia viva y real como esperanza activa. Se va, pero deja el modo de vivir y experimentar así su presencia. Una invitación que vale la pena volver a escuchar: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Como yo los he amado, así ámense también ustedes” (v 34).
“Amar como Jesús” para que Jesús permanezca en el modo de amar de sus discípulos. En otras palabras, la comunidad es el reflejo de cómo ama el maestro. Entonces, nace la pregunta: ¿Cómo ama Jesús? En un breve recorrido por los Evangelios podemos reconocer ese modo de vivir amando: Jesús ama consagrado por el Espíritu para traer la buena nueva a los pobres; predicar la liberación a los cautivos, la vista a los ciegos y poner en libertad a los oprimidos (Lc 4, 18). Jesús ama, no viniendo a juzgar al mundo sino a salvarlo (Jn 12, 47). Jesús ama con gestos y palabras que liberan: “Vete, tu fe te ha salvado” (Mc 10, 52). Y, sobre todo, Jesús ama dando la vida por los amigos (Jn 15, 13). La realidad del amor en el cuarto Evangelio se enfrenta también a la fragilidad de la respuesta, narrándose de inmediato la negación de Pedro: “te digo que no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces” (v. 38). Jesús conoce muy bien la fragilidad humana y sabe que es el amor que obra lo único capaz de vencerlo todo. “Un amor que responde a su amor” (J. Mateos) y que impulsa a darse a los demás, servir para devolver la dignidad a todos, amor capaz de inclinarse para lavar los pies cansados por los caminos empedrados.
El amor de unos a otros es en adelante el signo del cristiano. Es la nueva etapa inaugurada por el Resucitado, llevado de la cruz a la Gloria por el amor. No más un amor exclusivo, sino un amor compartido con quienes tenemos al lado y con los que vienen de lejos. El amor al prójimo se vuelve misión, prueba y destino. Jesús ha venido para unir el amor a Dios y el amor a lo humano, y ha resucitado para nunca más separarlos (cf. 1 Jn 4,20).