Lucas 15, 1-3, 11-32
Esta hermosa página del Evangelio muy conocida y muy meditada es la parábola del hijo pródigo. En ella se nos da un cuadro impresionante cuyo centro es Dios Padre lleno de amor por un hijo pecador. Y en ella se nos ofrece un atisbo de las reflexiones de este hijo descarriado, su meditación en el momento en que las circunstancias le obligan a pensar: «Recapacitando entonces se dijo: Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre…»
Este hombre ha llegado al fracaso, está frustrado. El vacío que siente le obliga a pensar: Y seguramente pensaría así: Ayer se fue mi último amigo, intentó despedirse con una sonrisa, pero no sé si se estaba burlando. Tenía prisa en marcharse. A mi lado ya no podía conseguir nada. Cuántos se fueron yendo en los últimos días. Ahora se han ido todos. Nadie me va a ayudar; no me ha quedado más que este rincón inmundo, yo que tanto presumí de elegancia. Hasta hace pocas semanas yo podía pagar espléndidas posadas; todos se desvivían por ofrecerme sus servicios.
Me creía invencible para siempre. El triunfador ahora no tiene más que este lugar sucio, con olores de estiércol; es el único sitio que me queda. ¿Cómo pude llegar a esto? Hace tan poco tiempo que salí de mi casa; iba cargado de riqueza. Montando mi caballo blanco yo pensé que tenía el mundo en mis manos. Era un triunfador. Parecía que tenía poder mágico en mis manos: donde yo iba, todo se transformaba en fiesta. Llegué a pensar que era un ser único, por encima de todo ser humano.
Pero la fiesta se acabó. Detrás del cortinaje de las apariencias, lo que había era esta máscara de vergüenza y humillación. El poder ha quedado en nada; incluso ayer tuve que suplicar por un lugar en la pocilga. La riqueza que me abría todas las puertas se desvaneció como una neblina. Y especialmente el sentido de mi propia dignidad: detrás de esa apariencia de esplendor no había nada. Ahora mi cortejo es este grupo de sucios animales con los que peleo por la comida.
Pero el hilo de las reflexiones le fue llevando a su Padre; se había dado cuenta de que lo que le faltaba era su Padre. Era esa la única salida, la única verdad. Todo había sido ilusión y engaño; por fin empezaría la verdad. Su padre era lo que en realidad necesitaba.
Y la meditación la fue continuando, añoraba a su Padre, necesitaba verlo. La añoranza de su abrazo, la sentía como un río de amor y de lágrimas. La añoranza lo puso de nuevo en pie. Y después de un largo camino de regreso ve a lo lejos un hombre que se le viene corriendo. Era su Padre. Ese Padre lo ha intuido cuando aún estaba lejos, y su corazón le empuja al encuentro. El hijo recibe un abrazo, lo que él necesitaba. El corazón del Padre está derramando en este pobre hijo toda su ternura y lo reconforta, lo va haciendo revivir. Ahora se siente protegido en ese afecto que lo envuelve, y lo cura de todo el fracaso, siente que su corazón destila paz. Qué diferencia entre este sentimiento de ser único para mi Padre, y la apariencia de afecto que le dieron sus amigos. El corazón de su Padre le está diciendo palabras que nadie más sabe decir: traigan el vestido, el anillo, las sandalias, preparen la fiesta; todas en el fondo significan lo mismo: hijo querido, te amo, te amo.
Esos brazos que le abrazan le dicen hondamente: Hijo querido, cómo te eché de menos. Más que la túnica que le pondrán el hijo se siente vestido de un cariño, que a la vez es dignidad y banquete. Esa ya es su fiesta. Las entrañas se le han conmocionado, y sentimientos nunca antes experimentados le llenan de paz, le traen todos los aromas, le curan todas las heridas, y reconstruyen una nueva esperanza con las ruinas de su fracaso. Es ahora cuando la vida empieza de nuevo.
Esta pintura de nuestro Padre destaca la seguridad de que Dios es apoyo y refugio, porque es ternura y misericordia. El nos ama sin condiciones. Esta maravilla increíble, esta esperanza que no hubiéramos imaginado, es la redención: la redención que nos trae Jesús, es el abrazo del Padre, y es la fiesta de la dignidad y de la salvación. La redención de Jesús es el banquete de la alegría.