Contemplación del Nacimiento.
La contemplación es la forma de acercarse al misterio del Niño que nace para nuestra salvación y, aunque la salvación Él la realizará con toda su vida y especialmente cuando viva la entrega total de su Misterio Pascual, ya desde ahora me está salvando de tantas actitudes y comportamientos de mi vida.
Cuando lo contemplo a Él miro primero el entorno en que está colocado, el pobre portal de Belén no tiene muchos adornos, no tiene ninguno, está reducido a la máxima desnudez: no hay ninguna guirnalda, ningún mueble para la comodidad, ni siquiera una silla ¿habría acaso una lámpara? Ciertamente no, a lo más alguna antorcha improvisada por San José. Y cuando después miro a mi entorno, cuántas cosas considero necesarias para tener un ambiente confortable, aunque sea con pocas cosas. La desnudez total me parecería antihumana e insoportable. Después de esta comparación me doy cuenta de cuántas cosas inútiles e innecesarias me rodean.
Pero lo que más me importa es contemplar al Niño recién nacido; así que ahora fijo mi atención en Él. No sé si me verá porque sus ojos de recién nacido difícilmente se abren a la luz. Y al contemplarlo así reducido a la impotencia, pienso en cómo compaginar esta situación del niño indefenso con la infinitud de Dios que habita en Él, porque este Niño es a la vez el Dios Omnipotente y tengo que hace un acto de fe para asumir que esa criaturita es a la vez la Persona del Hijo de Dios. Y con esto me está diciendo lo importante que es para su misión pasar por esta etapa de la infancia en su total realidad; su infancia es entonces enseñanza. Más adelante dirá que hay que hacerse como niños y también que hay que nacer de nuevo.
Yo adulto, que considero mi etapa actual como una conquista importante, porque he adquirido experiencia, conocimiento, personalidad, seguridad en mí mismo, ¿es que debo volver a mecerme en una cuna? Pero medito en esa pequeñez del niño y Él me enseña cuáles son los rasgos del niño que debo intentar recuperar. Y pienso en cómo recuperar la pureza de la inocencia inicial, esa inocencia y pureza que me fue concedida al nacer y que se ha ido oscureciendo a través de los años. Miro una vez más al Niño y se me quita la importancia de mi adultez.
El Niño, del que no puedo quitar los ojos, está moviendo sus brazos hacia la Virgen, algo está necesitando; en realidad Él no tiene vergüenza de necesitarlo todo. Así es el Niño y corrige mis actitudes de autosuficiencia, del que se basta a sí mismo y que no necesita de nadie; corrige mi actitud orgullosa de rechazar las ayudas que otros me ofrecen.
Pero lo que más me enseña este pequeño recién nacido es una nueva imagen de Dios, para que corrija la que me he ido fabricando con mis lecturas, con mis estudios y con mis reflexiones personales. Nunca imaginé un Dios necesitado de abrazos y de cuidado ¿cómo iba a pensar que el rasgo más central de Dios es su ternura y su bondad? Nunca pensé en que Dios pudiera estar tan a mi alcance y que incluso tuviera que necesitar algo de mí, pues el que todo lo tiene porque todo lo ha hecho y todo lo ha creado ha querido hacerse Niño y quiere necesitar de mi afecto, de mi acogida, que lo que más le importa, por encima de todas las superestructuras incluso religiosas, es que le diga que le amo y que se lo diga con mi vida entera. Realmente el Dios que es Jesús corrige tantas imágenes equivocadas que me fragüé y se convierte en un Dios que me atrae con amor y que quiere que lo estreche contra mi pecho.
Tanto me enseña este Niño que no debo nunca dejar de contemplarlo incluso después de Navidad.