CUARESMA.
Domingo II
Lucas, 9. 28b-36
El Evangelio de este domingo nos trae la narración de la transfiguración de Jesús. Y lo que podemos pensar en un primer momento es si estará bien escogido este hecho luminoso de la vida de Cristo, para este tiempo de penitencia que es la Cuaresma, un tiempo en que la Iglesia suprime el canto del Gloria, y queda en reserva hasta la noche de Pascua, un tiempo en que el color litúrgico es el morado, muy diferente del blanco resplandeciente de la Transfiguración. ¿Es pues la Transfiguración un hecho que vaya bien con la Cuaresma?
Por otra parte al hacer una lectura de esta narración, tal como la cuenta San Lucas, también sorprende el tema de la conversación entre Jesús transfigurado y Moisés y Elías, sus acompañantes de este momento; porque en ese momento glorioso (podríamos decir que es el más glorioso de su vida terrena) están hablando del sufrimiento: «hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén». Parecería que esta conversación no encaja en el momento en que asoma con brillo inusitado la gloria de Jesús.
Todo esto nos lleva a pensar en todo el sentido del misterio pascual. La muerte de Jesús no es destrucción; aunque suponga sufrimiento, es salvación y gloria. Es el paso a la resurrección. La unión de estos dos polos tan presentes en la vida humana, nos crea una tensión difícil. Tendemos a buscar una gloria sin cruz; esto no es posible en la vida sobre la tierra. Y cuando consideramos la cruz aislada, y se nos olvida su sentido victorioso, perdemos su carácter cristiano, y termina resultándonos más una fosa, que una puerta de entrada a la gloria.
Y es inevitable enfrentarnos con esa polaridad, ese encuentro de dos realidades aparentemente contrapuestas: muerte y resurrección, cuaresma y transfiguración. En nuestra vida, el supremo momento del paso a la eternidad, a nuestra propia transfiguración, está rodeado de tristeza, de dolor, de agonía. Y llegamos a ese último extremo en un estado de disolución, cuando en realidad estamos en la víspera del triunfo más grande al que podremos nunca llegar, al estado de vitalidad más fecunda, a la situación de mas energía que nunca habíamos tenido, ni en la plenitud de la juventud. Y resulta paradógico recibir de Jesús el abrazo glorioso de nuestra victoria, con los ojos hundidos y tristes del que se despide de la vida.
Pero no es sólo en el momento de la muerte donde experimentamos esa doble tensión entre vida y muerte, entre gloria y penitencia. Toda nuestra existencia está recorrida por esa doble situación. No podemos escapar a la polaridad. Y por eso es bueno saber que el dolor está recorrido con una brisa de realización. Y no podemos eliminar ni un polo ni el otro. La enfermedad tiene un sentido constructivo: no es simplemente una amenaza; no podemos reducir la enfermedad a una débil situación orgánica, sino que tenemos que ver en ella (en el contexto cristiano y religioso), un momento de creación de la fuerza más honda que tenemos. Y esto no quiere decir que no intentemos reaccionar para eliminar la enfermedad, en la medida de lo posible; ni tampoco quiero decir que el aspecto biológico y médico de la enfermedad, no sean una realidad; pero no son toda la realidad. Es necesario saber que el sentido de todo esto lo percibimos, cuando tenemos claras las coordenadas entre las que discurre nuestra vida, y que nos ayudan a percibir la esencia, lo fundamental, o sea profundizar en la realidad de lo que nos ocurre.
El ser humano no es un ser hecho para el placer. Y por desgracia hay mucho de esto en nuestra cultura, en nuestras propias formas de pensar. Claro que el dolor, en sus diversas formas (angustia, fracaso, enfermedad, sufrimientos) nos parece amenaza, destrucción. Pero no es así de simple la vida humana. Detrás del dolor puede haber de verdad una resurrección. Y es verdad que muchas personas han despertado de una pesadilla de vida corrompida, mediante el dolor.