Homilía del domingo XXVII del Tiempo Ordinario

Lc 17, 5-10

Los discípulos piden a Jesús que les aumente la fe y Él les responde con una máxima de carácter didáctico: Si tuvieran fe como un grano de mostaza le dirían a esa morera: ‘Arráncate y trasplántate al mar’, y les obedecería. Se trata de la fe como confianza plena en Dios. Y Jesús, que critica la fe basada en los milagros y se ha negado a dar señales milagrosas para que crean en Él, afirma sin embargo con esa imagen hiperbólica (que no hay que tomar al pie de la letra) que la fe lleva a la persona a trascender sus propias limitaciones y lograr resultados que pudo no imaginar.

Quien confía en el poder de Dios, puede decir con San Pablo. Todo lo puedo en Aquel que me conforta (Fil 4,13). La confianza en Dios, afianza la confianza de la persona en sí misma y ante los demás; es base de la autoaceptación, estima y seguridad propia.

Es verdad que la fe en Dios no es para solucionar dificultades y problemas, pero sí para hallarle un sentido y dirección a la vida. El sentido para el creyente viene de saber que procede de Dios y se dirige a él, que su vida está en las buenas manos de Dios. Por eso nada está definitivamente perdido. Se puede empezar de nuevo en cualquier momento. Mi vida personal y la realidad del mundo pueden cambiar. La fe es una fuerza movilizadora que hace posible lo que parece imposible.

El evangelio de hoy incluye a continuación la parábola del servidor que sirve a su señor. Con ella, Jesús hace ver por qué no es válida una fe interesada e invita a amar a Dios y hacer el bien sin buscar recompensa, sabiendo que Dios no necesita de nuestras buenas obras, sino que somos nosotros los que nos beneficiamos de esas buenas obras. El premio está en la misma obra bien hecha.

Cuando hayan hecho lo que se les había mandado, digan: somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer. “Inútil” aquí no es despectivo, porque el criado ha cumplido lo que se le ha encomendado. Quizá habría que traducir mejor: “Somos simples siervos”, que no reclaman méritos por su trabajo realizado, han aprendido a servir desinteresadamente y no hacen depender su esfuerzo de las expectativas de recompensa. El ideal es hallar felicidad y satisfacción en el servicio mismo a Dios y a los prójimos.

Jesús da el mejor ejemplo: Él no vino a que le sirvan sino a servir (Mt 20, 28), y estuvo siempre como el que sirve (Lc 22, 27). San Pablo dirá de Él que siendo de condición divina se despojó de su rango y tomó la condición de siervo (Fil 2, 6). Por eso la vanagloria y el sentirse superior a los demás es un sinsentido para el cristiano. El mismo Pablo desarrollará esta idea con su propia terminología: ¿De qué podemos presumir si todo orgullo ha sido excluido? (Rom 3,27); Dios ha elegido lo pobre y lo débil, de este modo, nadie puede presumir ante Dios; la salvación se nos da por gracia mediante la fe, para que nadie pueda enorgullecerse (Ef 2,9).

En resumen, la relación que debemos tener ante Dios es la de confianza y deseo de servirlo a Él y a los prójimos de manera desinteresada. La recompensa que quiera darnos, será por pura gracia, no se la podemos exigir. Cumplimos lo que nos toca de la mejor manera que podemos y todo lo demás se lo dejamos a Dios con absoluta confianza. En el servicio mismo puedo hallar la realización feliz de mi persona.

P. Carlos Cardó SJ