Lc 16, 1-13

La parábola del administrador sagaz, desconcierta, parece oscura: se podría pensar que Jesús alaba la actuación de un empleado que, al perder su puesto de trabajo por su mala administración, busca quien lo auxilie cuando se quede sin recursos, pero lo hace en una forma desaconsejable desde el punto de vista ético. Hay que recordar que las parábolas se entienden cuando se distingue su contenido central y se aprecia el sentido que Jesús (y, en este caso, la comunidad de Lucas) pretendió dar a sus palabras.

Se acusa al administrador de malgastar los bienes de su patrón. Pero no se dice, en concreto, si esta mala administración es por negligencia, por estafa, o por imprudencia. Por eso algunos comentaristas suponen que ha sido un «desaprensivo», es decir, ha actuado sin atenerse a las reglas o sin tener en cuenta los derechos de los demás. El hecho es que el administrador no se defiende ni ruega al propietario que lo perdone y lo mantenga en su puesto (cf. Mt 18,26).

Se sabe que en la Palestina del tiempo de Jesús, y en general en Medio Oriente, era común que un terrateniente residiera en otra región y encomendara a un administrador la gerencia de sus propiedades. El administrador debía ser un hombre competente y de confianza porque representaba al propietario y podía realizar toda clase de transacciones, como alquilar tierras, dar créditos avalados por las cosechas, fijar los intereses y aun liquidar deudas. Se sabe también que el administrador recibía una comisión por los préstamos que hacía y que en el recibo o aval fiduciario que entregaba al deudor figuraba su comisión junto con el monto del préstamo y los intereses. Esa práctica era habitual en el antiguo Medio Oriente.

¿Por qué alaba el propietario al administrador? Es obvio que no podía aprobar una falsificación de cuentas realizada por su propio gerente, lo cual además implicaba una violación directa de la ley judía. Lo que el dueño elogia es la sagacidad de su administrador que, para congraciarse con los deudores, les hace escribir un nuevo «recibo» (poniendo en vez de cien barriles de aceite el valor de cincuenta y en vez de cien sacos de trigo sólo ochenta), eliminando así la comisión que solía cobrar y probablemente también los intereses, que él mismo fijaba.

Sólo así su conducta mereció la alabanza de su jefe. De modo que la parábola no aprueba ningún tipo de irregularidad administrativa ni menos la estafa por falsificación de cuentas, sino la perspicacia con que supo actuar el gerente, renunciando incluso a lo que era suyo, para tener quien le ayude al quedarse sin trabajo.

La aplicación de la parábola es clara: frente a las exigencias del Reino de Dios, el cristiano no puede actuar irreflexivamente, sino que tiene que calcular bien las consecuencias que le puede acarrear la vida que está llevando, y estar dispuesto incluso a renunciar, si es preciso, a sus posesiones materiales. Los hijos de este mundo son más sagaces que los hijos de la luz, dice Jesús. Aquellos persiguen objetivos bajos y rastreros; los cristianos tendemos a una meta mucho más elevada: el Reino, su justicia, la salvación; pero con frecuencia no ponemos todos los medios adecuados para ello.

El poner los medios adecuados tiene especial importancia en lo referente a la administración de los bienes materiales: desde el punto de vista evangélico son dones recibidos, que se han de distribuir y no acumular únicamente para el propio provecho, porque eso es egoísmo e injusticia.

El mundo no se rige con criterios así. Lucas, el evangelista de los pobres, lo sabe y observa, además, que quienes oyeron esta enseñanza la rechazaron: estaban oyendo estas cosas unos fariseos, amantes de las riquezas, y se burlaban de él (v.14). No entendieron el mensaje de Jesús. Los que siguen al mundo tienen como único interés el propio lucro, y la propia satisfacción. Los que siguen a Cristo han de proceder con otros criterios, según los cuales se ganarán amigos por poner los bienes de este mundo al servicio de los demás.

P. Carlos Cardó, SJ