Lc. 15, 1-32

El capítulo 15 de Lucas contiene las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido”. Las tres parábolas: la oveja perdida (vv. 4-7), la moneda extraviada (8-10) y el hijo pródigo (11-32), son tan características de la figura de Jesús, tal como la ofrece Lucas, que algunos llaman a esta parte de su narración «el corazón del tercer Evangelio», que es «el Evangelio de los marginados», porque muestra la misericordia de Dios para con los que sufren rechazo por parte de sus semejantes.

El tono de estas parábolas es de confrontación: Jesús se ve rodeado, por una parte, de los pobres, de los enfermos y de «recaudadores y descreídos» (v. 1), y por otra, de la gente más distinguida, «fariseos y doctores de la ley», que critican su cercanía a los indeseables. En ese contexto, Jesús emplea las tres parábolas para justificar su comportamiento frente a las críticas que le hacen y, sobre todo, para transmitir la imagen de un Dios que, por ser padre, no quiere que ninguno de sus hijos se pierda y muestra una predilección especial por el perdido.

Dios es así, viene a decir Jesús, y por eso yo hago bien en actuar como actúo. «El Hijo del hombre ha venido buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10).

La parábola del Pastor que sale a buscar a la oveja perdida es una llamada a hacer lo mismo que hizo Jesús: ser compasivo y misericordioso. Vista en dimensión eclesial, la parábola del Pastor, recuerda a la comunidad de los discípulos que tiene el deber de hacer visible el estilo de Dios como Jesús lo ha manifestado y puesto en práctica. Invitación a hacer sitio a los que vienen de fuera, a alegrarse de su venida.

La parábola de la mujer que ha perdido una moneda y se pone a buscarla con esmero hasta encontrarla, reproduce la misma enseñanza: Así es Dios. Se esmera por encontrar a los perdidos, pues le pertenecen; y se alegra de recobrarlos. La defensa de Jesús es clara: porque Dios ama a todos con una tan incomprensible misericordia, que su mayor alegría consiste en el perdón, por eso hago bien yo en buscar a los que necesitan ayuda, comprensión, misericordia.

La parábola del hijo pródigo –que habría que llamar la «parábola del amor del Padre», ya que el personaje central es el padre–, es una de las piezas maestras de Lucas. Se han hecho de ella un sinnúmero de interpretaciones porque contiene una gama de temas: libertad y alienación, nostalgia y retorno, gracia y responsabilidad, angustia y reconciliación…, rasgos universales y necesidades básicas de la persona.

Pero es importante por encima de todo porque ilustra uno de los temas más centrales de nuestra fe en Dios, tal como Jesús nos lo ha enseñado: el perdón. Dios perdona al pecador, saliendo Él, en persona, a su encuentro. Así es Dios, puro amor y misericordia.

Se alegra del regreso de un hijo que se pierde como el padre que organiza un banquete. Por consiguiente, si así es el amor de Dios para con todos sus hijos, incluso con aquellos que se le van, no sean ustedes como el hijo mayor de la parábola, envidiosos, desagradecidos y, sobre todo, crueles en sus juicios contra los demás. ¡Sean también misericordiosos! ¡Muestren compasión por los que andan mal! ¡Alégrense conmigo cuando alguien recobra una vida digna y siente que es importante para mí, tanto como ustedes!

La parábola tiene dos partes y en cada una nos podemos ver incluidos: en la del hijo menor que se aleja, y en la del hijo mayor que se queda.

El hijo menor, que echa a perder la herencia, abraza simbólicamente toda situación de ruptura con Dios, que acarrea siempre daños y perjuicios lamentables para la persona. El pródigo lo pierde todo, sus bienes y derechos, su dignidad de hijo y su lugar en el hogar: ya no se siente capaz de considerarse hijo y ve que, en justicia, tendrá que ganarse la vida como un peón. Pero se trata de un hijo y aunque sea un pródigo, el padre siempre será un padre. Él sabe que la mala conducta del hijo lo ha llevado a malgastar el patrimonio, pero quiere salvarlo. El amor restablece y eleva. Por eso lo acoge con cariño, lo cubre de besos, le da un anillo y un traje nuevo y organiza una fiesta extraordinaria, que despierta los celos y la envidia del hijo mayor.

Por su parte, el hijo mayor era incapaz de imaginar que el amor de un padre por su hijo puede ir más allá de lo que la justicia establece, es decir: “darle su merecido”. Por eso, lleno de amargura y rabia, se niega a participar en la fiesta. Ya no ve a su hermano como hermano. Se refiere a él diciéndole a su padre: “tu hijo ése que se ha gastado tus bienes con prostitutas”. Lo único que le interesa es reclamar derechos y reconocimientos porque él siempre se ha mostrado trabajador y obediente, pero no le han dado ni un cabrito.

Queda claro, sin embargo, que hasta que este hermano, tan creído y seguro de sus méritos, tan celoso y displicente, no se reconcilie con el padre y con su hermano, el banquete no será en plenitud la fiesta del encuentro y del hallazgo.

En resumen, que esta palabra del Señor avive en nosotros el deseo de una reconciliación que cambie nuestra vida y nos haga vivir como verdaderos hijos e hijas de Dios. Que nos ayude a superar las dificultades que sentimos para servir de manera desinteresada y fomentar la unión sin egoísmos, ni celos ni juicios contra nadie. Y que ponga en nosotros un corazón nuevo para acoger a nuestros prójimos y rechazar la incomprensión y las hostilidades entre los hermanos.

P. Carlos Cardó, SJ