Lc 14, 1.7-14

Las comidas, en especial los banquetes, suelen tener un carácter simbólico: son acontecimientos en los que se afirman valores o se establecen o refuerzan relaciones sociales. El comer no sólo sirve para alimentar el cuerpo. Una comida puede servir para iniciar o estrechar vínculos de amistad, establecer pactos y alianzas o celebrar acontecimientos importantes para la vida del grupo. 

En Palestina, las comidas estaban regidas por normas tradicionales, que Jesús no dudó en modificar para transmitir mejor el significado que el banquete tenía en la predicación de los profetas: el banquete simbolizaba el Reino de Dios. Por eso, en contra de lo establecido, Él no dudaba en comer con publicanos y pecadores, para dar a entender que se debían superar las barreras y divisiones entre la gente y, sobre todo, hacer ver que Dios acogía en su Reino a los que, según las tradiciones judías, estaban excluidos de él. Por eso las comidas de Jesús son tan importantes como sus curaciones de enfermos o el perdón que otorgaba a los pecadores. 

El pasaje que comentamos, unido al de la curación de un enfermo en sábado, muestra cómo los fariseos y maestros de la ley, al criticar esa actitud de Jesús, no hacían otra cosa que manifestar su afán de dominio de lo religioso para someter al pueblo. Manipulaban las normas sociales de los banquetes para ocupar ellos los primeros lugares. Jesús desenmascara esta hipocresía y propone en cambio la lógica del Reino: hay que hacerse pequeños para entrar en el Reino de Dios. Su lógica es humildad, hecha de sinceridad, verdad y deseo de servir. Así han de obrar los que lo siguen. 

No es fácil predicar hoy la humildad, en una sociedad que, tras el valor positivo de la búsqueda de superación personal, transmite imágenes falseadas del éxito, o del “triunfador”, como modelo de identificación. La humildad cristiana no frena la búsqueda del progreso personal y colectivo; lo que hace es librar a la persona de la mentira: la lleva a la aceptación de sí misma, a conocer sus limitaciones y debilidades, y la impulsa a obrar de acuerdo con ese conocimiento. Ser humilde no es sentirse inferior a los demás. “La humildad es andar en la verdad”, decía Santa Teresa. 

El soberbio, en cambio, se engaña al pretender ubicarse donde no le corresponde. Cédele el puesto a éste, puede decirle quien lo invitó y, avergonzado, tendrá que ir a ocupar el último lugar. Esta vergüenza anticipa la del creyente a quien el Juez le dirá: “No te conozco”. Anticipa también la vergüenza de los hijos del Israel cuando vean venir gentes de todas partes a ocupar su puesto de elegidos por Dios (13,25). Y recuerda la vergüenza de Adán que quiso ocupar el puesto de Dios y se halló desnudo (Gen 3). 

Dice Jesús: “Más bien, cuando te inviten, acomódate en el último lugar. Vendrá el que te invitó y te dirá: Amigo, sube más arriba”. Esta manera nueva de pensar la vemos reflejada en María. En su canto del Magnificat nos enseña a no sepultar los propios talentos, a reconocerlos con gratitud y a invertirlos de la manera más justa. A los humildes Dios los llena de su gloria, se refleja en ellos; a los soberbios los rechaza y derriba de sus tronos. 

En la segunda parte de este pasaje, Jesús hace ver que el invitar a parientes y amigos lleva consigo la satisfacción del afecto compartido, y el invitar a los ricos puede ser movido por el deseo de obtener alguna ganancia. Parientes y vecinos ricos han de ser sustituidos por cuatro tipos de personas de los que nada se puede obtener porque son los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos, es decir, los sin honor y sin poder, que no pueden corresponderte. La búsqueda de reciprocidad de la cambia Jesús por el espíritu de gratuidad: dar sin esperar nada a cambio. 

Además, la razón de invitar (o favorecer) a los pobres es que Dios se ha identificado con ellos, Jesús ha venido por ellos y ha hecho del servicio a los necesitados el signo de que el reino de Dios ya está entre nosotros. Al tratar con el pobre, uno se sitúa donde está Dios. Lo que le hacemos al pobre se lo hacemos a Cristo. 

El amor al pobre caracteriza la vida cristiana, no es una opción ideológica ni moralista. Es reflejar la misericordia del Padre e imitar el modo de actuar de Jesús, que vino a anunciar la buena noticia a los pobres y a sanar los corazones afligidos (Lc 4, 18). Por eso es un rasgo característico de la comunidad reunida para celebrar la Eucaristía. El libro de los Hechos de los Apóstoles muestra claramente cómo los primeros cristianos consideraron siempre la atención a los pobres, y el reparto de los bienes, como parte esencial de la cena el Señor.

P. Carlos Cardó, SJ