Jn 14, 15-16.23-26

La experiencia de los primeros testigos de la fe nos hace ver que el amor de Dios, que en Jesús había manifestado toda su fuerza salvadora, sigue actuando en el corazón de la comunidad y en cada uno de los que siguen a Jesús. El mismo amor que existe entre Jesús y su Padre, y que constituye el ser mismo de Dios, se desborda –por así decir– y llega a nosotros como la nueva forma, misteriosa pero real, en que Cristo sigue haciéndose presente, continuando su obra en el mundo. A ese amor lo llamamos Espíritu Santo, tercera persona del Dios Trinidad, “amor que ha sido derramado en nuestros corazones” (Rom 5,5).

Jesús habló con insistencia del Espíritu Santo que él enviaría al volver a su Padre. Le llamó Paráclito –defensor y consolador– (Jn 14,16.25; 15,26; 16,7) y también Espíritu de la verdad (Jn 14,17; 15,26; 16,13), que asistirá a sus discípulos en los peligros y los llevará al conocimiento de la verdad plena, convirtiéndolos en “testigos” (15,27). Este Espíritu, que es amor, nos hace comprender y, sobre todo, recordar, es decir, conocer con el corazón todo lo que Jesús nos dijo.

Vivimos del recuerdo vivo de Jesús. El ser humano vive de lo que recuerda, de lo que guarda en su corazón. Por eso es importante la memoria: porque lo que no se recuerda, ya no existe. El Espíritu Santo mantiene en nosotros la memoria de Jesús, que es lo mismo que decir, mantiene a Cristo vivo, actuante en la vida de los que siguen sus enseñanzas. Por eso lo reconocemos en la fuerza interior que da dinamismo al mundo, que no ceja de empujar para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta todo el despliegue histórico en dirección del amor, la justicia, la paz y el bien en su plenitud.

Según san Pablo, “los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5,22s). Así sabemos que es propio del Espíritu del Señor darnos paz, confianza, libertad y amor sincero; y que todo espíritu de inquietud, de división, de estrechez de miras y amargura no procede de él, sino de nuestra confusión interior o de la oscuridad del mundo.

El Espíritu Santo es consolador: está con quien se siente solo y da fuerza para enfrentar la desolación, la sequedad y el sentimiento de impotencia. Espíritu de vida, nos hace crecer en fe, esperanza y amor, en el servicio generoso y en la oración; ordena nuestro interior y aleja de nosotros la confusión, la inclinación a cosas bajas, la desconfianza y el sentimiento de estar lejos de Dios.

Sabemos, por eso, que ni siquiera en los momentos de mayor soledad y abandono, estamos dejados de la mano de Dios; pues, aun cuando no lo sintamos, el Espíritu Santo grita en nosotros: Abba, Padre. Intercede por nosotros con gemidos inexpresables. Nos consagra a Cristo, graba en nosotros el sello del amor de Dios y nos da la garantía de la vida eterna. Actúa en lo íntimo de nosotros como anhelo insaciable de la felicidad propia del amor, como fuente de aguas vivas que brota en el corazón y salta hasta la vida eterna.

Por eso le pedimos desde el fondo del alma: Sí, ven Espíritu divino, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Aclara nuestras mentes y afina nuestra capacidad espiritual para que sepamos discernir tus inspiraciones en nosotros mismos y en la historia que vivimos. Ven, huésped bueno del alma; danos tu luz, infunde calor y fervor a nuestra vida cristiana; haznos semejantes a Jesús.

P. Carlos Cardó SJ