Las Bodas de Caná. Óleo sobre lienzo de Pablo Veronese, Museo del Louvre, París.

Jn 2, 1-11

Jesús, el portador de la alegría y el gozo, regala en abundancia el vino nuevo a una fiesta de bodas que languidece por falta de vino.

El simbolismo de las bodas recorre la Escritura. Dios se une a la humanidad, representada en el pueblo de Israel, por medio de una alianza semejante a la unión matrimonial. Su amor por nosotros se expresa como una relación de interés, cuidado y mutua pertenencia; con sentimientos de ternura, compañía y unión que da vida. La Biblia canta el amor de Dios y nos ofrece en el poema del Cantar de los Cantares sobre el amor del hombre y la mujer la más bella metáfora de la recíproca búsqueda de amor entre Dios y la humanidad. Para San Pablo el amor matrimonial es un gran misterio que refleja la unión de Cristo y su esposa la Iglesia (Ef 5, 25 ss).

Más que el milagro en sí de la conversión del agua en vino, lo que más se resalta en el relato es la esplendidez y gratuidad del don (¡600 litros de vino!), que resuelve nuestra incapacidad para alcanzar la alegría perfecta con los medios con que contamos.

Los judíos procuraban inútilmente alcanzarla con la ley y las tradiciones religiosas, representadas en las seis vasijas de agua destinadas a sus ritos de purificación. Les faltaba el vino que alegra el corazón: la generosidad del amor, que va más allá de la ley. También nuestra vida puede quedar sin la alegría que debería tener. Si “hacemos lo que él nos diga”, Él llenará nuestras vasijas vacías con el vino nuevo de la fiesta, que está reservado para el final, pero que podemos disfrutar ahora.

En Caná, Jesús dio comienzo a sus signos. Sus acciones son signos de lo que Él es y del reino que trae. Con el signo de Caná manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él. Quedó de manifiesto que es en la vida ordinaria –en que las personas se casan y celebran sus fiestas– donde ya se puede vivir con alegría aquella vida humana que constituye la gloria de Dios.

Pero no se puede entender cabalmente el signo de Caná sin su referencia a la cruz. El texto lo hace implícitamente introduciendo el tema de la “hora”, que para Juan es siempre la hora de la pasión, en la que Jesús llevará su amor hasta el extremo (13,1).

Muchas otras interpretaciones pueden hacerse de Caná. El agua alude al bautismo, que hace nacer de nuevo. Está ahí la Iglesia, esposa de Cristo, representada en los discípulos y la madre de Jesús. En el vino, se puede ver la Eucaristía, sacramento de la sangre de Cristo que sella la nueva alianza y se nos da como bebida. Y, por supuesto, sobresale la presencia y significado de María en la obra de salvación.

Jesús la llama Mujer. Lo mismo hará en la cruz: Mujer, ahí tienes a tu Hijo (19,25-26). Entonces ella recibirá de su Hijo el encargo de ser la madre de todos nosotros, representados en la figura del discípulo a quién Él tanto quería. Desde ese lugar privilegiado que le ha sido asignado, María vela por los creyentes como auténticos hijos suyos, es madre y figura de la Iglesia.

Cabe recordar también que el término “mujer” designa en el Antiguo Testamento a Israel, la hija de Sión que escucha la palabra de Dios y ansía su cumplimiento. Todo eso es María, la Mujer.

¿Qué nos va a mí y a ti? No es un reproche. Literariamente es un hebraísmo difícil de traducir e interpretar. Se trata de una pregunta que no necesita respuesta, sino que mueve a reflexionar sobre lo que está pasando: la vieja religión de Israel, representada en aquella boda, ya no interesa, ya cumplió su papel y hay que dejarla pasar. La nueva y definitiva relación con Dios vendrá en la Hora de Jesús. Allí se inaugurarán las bodas del Cordero, la fiesta verdadera.

María lo entiende, por eso su pronta actuación: Hagan lo que él les diga, dijo a los sirvientes. María nos pone con su Hijo, en eso consiste su misión en el plan de salvación. Si escuchamos su invitación a hacer lo que Jesús nos diga, el agua de nuestra humanidad vacía y sin alegría se cambiará en el vino de la fiesta de Dios con nosotros.

P. Carlos Cardó, SJ