(Mt 2, 1-12)

Hoy celebramos la manifestación (epifanía) de Jesús como Salvador de todas las naciones, simbolizadas en los sabios de Oriente.

Con un conjunto de símbolos de gran poder sugestivo, el relato de San Mateo hace ver la trascendencia universal que tiene el nacimiento de Jesús, como “luz” de las naciones. Todo el género humano está llamado a conocer y acoger la luz que brilla en medio de la oscuridad. El horizonte de la historia humana no se pierde en las tinieblas. A todos los pueblos y personas guía el único Dios.

El Espíritu, que actúa en sus corazones, los impulsa a buscar el sentido que debe tener su vida, la rectitud que debe caracterizar su conducta, y el empeño que deben poner para construir la paz por medio de la justicia. Para todos nace el Señor. Y por ello se hace posible la acogida fraterna de todas las personas, por encima de las diferencias sociales y culturales. El misterio de Belén lo hace posible.

Una luz brilla como estrella radiante en el interior de las personas. Se dejan guiar por ella los sabios de todos los tiempos, que disciernen los significado de los acontecimientos y se hacen lo suficientemente pobres y sencillos para salir de sí mismos y tender con perseverancia hacia el conocimiento de la verdad plena. Dios ha creado a todos para que lo busquen, a ver si a tientas lo llegan a encontrar, dado que no está lejos de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17, 27-28).

Los valores de las culturas y de las religiones de la tierra, los logros de la razón humana en todos los campos de las ciencias y de las artes, el progreso de los pueblos en su organización humana fraterna, y el dictamen interior de la propia conciencia, señalan los largos y diversos caminos que, a lo largo de los siglos, conducen a la luz de la verdad.

Hacia ella dirigen sus pasos los magos. Han oído que en Jerusalén se les puede transmitir el conocimiento que les falta, pues es la ciudad santa, capital de la nación que es portadora de una extraordinaria revelación de Dios. Pero la estrella que los guiaba no brilla sobre Jerusalén. No encuentran en ella más que mentira y ambición de poder: el rey Herodes, rodeado de los sumos sacerdotes y expertos en religión afirman, sí, conocer la revelación contenida en las Escrituras, y envían a los magos a Belén tierra de Judá, pero ellos no van. Ven como una amenaza al recién nacido rey de los judíos. Vayan ustedes, les dice Herodes, e infórmense bien sobre ese niño… y avísenme para ir yo también a adorarlo.

Pertenecen al pueblo escogido y manejan las Escrituras, pero rechazan al Salvador que Dios les había prometido. Los extranjeros, en cambio, venidos de lejos, lo acogen con inmensa alegría.

La estrella que los había guiado volvió a aparecer en Belén y se detuvo encima de donde estaba el niño. Él es el que da la luz a la estrella que brilla en la noche (cf. Sab 10,17). Por eso dirá de sí mismo: Yo soy la luz del mundo (Jn 8,12). Luz de Dios que viene para todos, pero que hay que buscarla, acogerla y dejar que transforme la vida.

Dice el evangelio que los magos vieron al niño con su madre María y lo adoraron postrados en tierra. Los griegos hacían esto como tributo a sus dioses, los orientales se postraban también ante sus reyes. Después abrieron sus cofres y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.

Una antiquísima tradición, que se remonta a San Ireneo de Lyon en el siglo II, interpreta el oro como tributo al rey, el incienso como ofrenda a Dios y la mirra como como referencia a la muerte de Jesús. Muchas otras interpretaciones se han sucedido en la historia: el oro de las obras buenas, el incienso de la oración y la mirra del control de los instintos. Otros ha visto el oro en la mayor riqueza que uno tiene, que es el amor; el incienso en lo que nos eleva, que son nuestros deseos y aspiraciones; y la mirra, que cura heridas y preserva de la corrupción, en los padecimientos propios de nuestra condición mortal.

Todo lo que amamos, deseamos y tenemos, eso es nuestro tesoro. Se lo ofrecemos a Dios y Él entra a nuestro tesoro. Un villancico que se canta hasta hoy en algunas iglesias evangélicas exhorta a dar al Niño esos mismos regalos porque «todo cristiano puede ofrecer estos dones, el pobre no menos que el rico».

El relato termina con una observación importante: advertidos de que no volvieran donde Herodes, los magos retornan a su región de origen pero por otro camino. Quien se encuentra con Cristo cambia de rumbo, queda transformado. Estos hombres buscaban a Dios y Dios los encontró. Ahora llevan consigo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros.

La Epifanía nos hace ver que somos peregrinos, por caminos que pueden atravesar desiertos y oscuridades, pero siempre hay una estrella que brilla y guía hasta Dios. Ella está allí, en el firmamento de nuestro corazón, en el horizonte de nuestro deseo de libertad, bondad y felicidad, y también en la realidad de los pesares que nos causan nuestras debilidades y culpas. Lo importante es buscar. El que busca encuentra, al que llama se le abre. Pronto o tarde una estrella brillará. No se equivoca nadie que sigue a Cristo.

P. Carlos Cardó, SJ