San Juan Bautista. Óleo sobre lienzo de Juan de Valdés Leal

Lc 1, 57-66

Celebramos hoy la fiesta de Juan Bautista, el hombre para quien Jesús reservó el mayor de los elogios: Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan. Generalmente la liturgia celebra la muerte de los santos –su nacimiento para el cielo, plenitud de su vida–, excepto en el caso de María y del Bautista, porque en su mismo nacimiento se manifestó ya la singular misión que les tocaría desempeñar en el plan de salvación.

La misión para la que nace este niño es lo que resalta San Lucas, y por ello se fija atentamente en la imposición del nombre. En las culturas antiguas tenía una importancia mayor que la que actualmente le damos. El nombre era siempre significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos. Y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño.

Su nombre es Juan (Lc 1,63), dice Isabel. Y Zacarías, el padre, confirma ante de los parientes asombrados el nombre del hijo, escribiéndolo en una tablilla. El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa «Dios es favorable». En la vida de Juan, precursor del Salvador, quedaría de manifiesto que es favorable a su pueblo: quiere que sea bendición para todas las naciones de la tierra, y es favorable a la humanidad entera y al mundo creado por él. Dios manifestará su favor conduciendo a la humanidad hacia la paz y la justicia. Todo esto se inscribe en el nombre Juan.

Según el testimonio de los evangelios, Juan se dedicará a preparar la venida del Enviado definitivo de Dios que hará de Israel luz para todas las naciones, para que la salvación que Dios quiere ofrecer a todos desborde los límites étnicos, sin dejar pueblo alguno en la sombra. Ese Enviado definitivo de Dios es Jesús, el Hijo amado. Juan lo reconocerá y se resistirá a administrarle el bautismo de penitencia que él ofrecía en el Jordán. Juan no dejará que le tomen por el Mesías, pues no se siente digno ni siquiera de desatarle las sandalias. Y, llegado el momento, no dudará en encaminar hacia él a sus mejores discípulos para que le tengan por el único maestro.

Es enorme la importancia de Juan en la manifestación de Jesús, y en la formación de la primera comunidad de los discípulos. Jesús dirá que de él se había escrito: he aquí que yo envío mi mensajero delante de ti.

También Zacarías, al circuncidarlo e imponerle nombre, cantó lleno de alegría: y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos y dar a su pueblo el conocimiento de la salvación… , por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que harán que nos visite una Luz de lo alto, a fin de iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz.

Juan, elegido para preparar la venida inminente del Salvador, responde a la elección divina con una generosidad digna de ella. Salido de la niñez se retira al desierto, viste y come con austeridad, hasta que Dios le mueve a urgir a Israel con el mensaje de Isaías:

Preparen el camino del Señor, enderecen sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso será recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios.

Juan se encara e interpela a toda clase de gentes: recaudadores de impuestos y soldados, escribas y fariseos, y hasta al mismo Herodes. Sus gestos y palabras tenían tal calidad profética que Jesús mismo preguntará a los que habían ido a escuchar a Juan: «¿Qué salieron a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salieron a ver, si no? ¿A un profeta? Sí, les digo, y más que un profeta. En verdad les digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista».

Juan fue testigo de Jesús con su vida y con su muerte. Su celo por el reino de Dios y su libertad de palabra motivó que el tetrarca Herodes Antipas lo hiciera decapitar para acallarlo. Juan nos enseña hasta dónde puede llegar la honestidad y autenticidad de vida, el vivir para Cristo, el no doblegarse ante ningún riesgo cuando se trata de defender la verdad.

 

P. Carlos Cardó, SJ